Recién comenzaba el nuevo siglo y los relatos de Lorrie
Moore llegaban a la Argentina, fidelizando a sus lectores que, a pesar de algún
traspié como la novela Al pie de la escalera, se convirtieron en una
cofradía. La misma que hizo que una novela suya que ya tiene un cuarto de
siglo, ¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?, lleve tres ediciones
en un solo mes, y que su editorial, Eterna Cadencia, publicara al mismo tiempo A vér qué se puede hacer, una recopilación
de reseñas suyas para The New York Review
of Books. Es que su autora tiene la rara capacidad de fusionar en sus
ficciones alta literatura con un manejo muy sutil de la oralidad y en sus
ensayos, discurrir sobre el arte de la escritura y confesar al mismo tiempo el
placer culposo por algunos productos culturales, que la disparan al “cielo del
kitsch”.
Para quienes no la
habían leído antes, ¿Quién se hará cargo del hospital de ranas? es entrar a su literatura por la puerta
grande, la de un espacio mítico donde las ranas esconden la promesa de un
príncipe y son el símbolo de la voz humana y el canto. Y es el lugar al que
vuelve la narradora para contar, a la luz de un presente matrimonial estable y
en tensión (un maridaje de amor-odio que los oxímoron reflejan muy bien), los
años de amistad absoluta e incondicional entre dos mujercitas, en un pueblo
remoto de la frontera con Canadá, durante los 70, y que le permiten explorar la
adolescencia femenina en toda su dimensión mágica. “Yo pensé a las
ranas, como a las chicas, como seres anfibios. O sea, en una transición del
agua hacia la tierra” nos explica.
Narrado
en una primera persona plural rabiosa y de pura intensidad, un nosotras que
hace de la protagonista y su amiga una pareja de siamesas, recupera, casi proustianamente,
un bloque de pasado, en el que las voces y las distintas lenguas que
atravesaron su infancia tienen un lugar central. Y los discos y las canciones
escuchadas y cantadas -la banda de sonido de los 70 de todo Occidente- ponen en
primer plano esa voz que mientras espera ansiosa la mayoría de edad juega a ser
aullido, rebuzno, risotada o puro sonido sin reflexión.
Con un trabajo minucioso con el
detalle que se amplía hasta el vértigo -el primer plano del póster de Desiderata,
el poema hippie-kitsch de moda en los 70 como metonimia de la habitación de una
adolescente- y metáforas sostenidas en comparaciones memorables -“Inhaló y
retuvo el humo muy adentro, como el peor secreto del mundo”- logra reconstruir
la riqueza de un tiempo en que la familia se convierte en el otro vergonzante,
la autoridad, en el espacio de la frustración y una canción, en “la verdad
atemporal debajo de la superficie de las cosas.”
Y la vida resulta impensable por
fuera de esa hermandad fundada en la devoción de la protagonista por su amiga,
frente a la que se asume como una segunda voz que sostiene por debajo la
melodía, dándole cuerpo a su historia en común. Y en ese entramado de voces
femeninas, ese “coro de ranas” que es el espacio de la sororidad, infrigir la
ley para conseguir el dinero para el aborto de la amiga se convierte en una
acción colectiva tan necesaria como incuestionable, y en una escena que se
repite a lo largo de la historia en cada grupo de aprendices de mujeres.
Pero
si hay algo que aparece como una marca de estilo tanto en
sus ficciones como en sus ensayos
es un modo
particular de captar los sentimientos, materializándolos en imágenes que
parecen esculpidas. Aquello que Deleuze definió, pensando en Proust, como un bloque de afecciones y
sensaciones que se independizan de quienes las experimentan y adquieren peso propio dentro de la obra. Los
sentimientos contradictorios, extremos o desolados de la protagonista, que
atraviesan su cuerpo en estado de ebullición -como el rechazo a la madre en las
marcas de su decadencia física que le recuerdan su propio futuro- se
materializan en imágenes de una potencia abrumadora. “Proust definitivamente ronda sobre
“El hospital de las ranas”. Aunque eso le va a pasar a cualquier escritor que
hable sobre el tiempo, el pasado, la memoria, la infancia o los caprichos”
reconoce la autora, minimizando un tanto el hallazgo.
Como tantos escritores
reconocidos en su país de origen, Lorrie Moore es, desde hace varias décadas,
profesora universitaria de “escritura creativa”. Algo que resulta difícil de
imaginar es cómo logra transmitir el misterio de la creación artística que ella
define como un “casamiento de pájaros.”
“Lo que es posible es una suerte de conversación sobre
todo, desde la cadencia de una frase en particular hasta el significado de un
beso. Todas estas discusiones ayudan a los escritores jóvenes a pensar qué es
lo que están haciendo.”
Comparte
con el colectivo de escritores la queja hacia los críticos académicos y
prefiere pensar la crítica literaria como una conversación entre un lector y un
libro y en su rol de reseñista intenta adoptar la “mirada de un marciano”,
extrañada y abierta a la sorpresa. “Simplemente trato de entender algo y ver
hacia donde se dirige mi pensamiento.” Sin embargo, de los autores reseñados en
A vér qué se puede hacer hay un
predominio absoluto de escritores norteamericanos y anglosajones, con una única
excepción: Clarice Lispector, que a pesar de la extrañeza que le provoca, la
lectura es de una lucidez notoria. La crítica norteamericana pareciera no
interesarse por la literatura de otras regiones, aunque ella lo desmienta: “No,
creo que Norteamérica está muy interesada en la literatura internacional. Puede
ser que haya un asunto con las traducciones, por supuesto, pero tan pronto como
algo es traducido se convierte en una colaboración.”
Y si escribir y leer “es la manera que los humanos
encontramos de mantenernos interesados en nosotros mismos” sus tramas y sus
personajes nos ponen frente a un espejo que nos obliga a reconocernos en esas
criaturas tan desamparadas como rabiosamente potentes.Publicado en diario Perfil, 22/9/19
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