Representación fantástica
1348 fue el año en que la peste negra
arrasó, según se cree, con un tercio de la población europea. En
el mismo año, en la progresista ciudad de Florencia y una de las más
castigadas, Giovanni Boccaccio escribía una obra anómala en el
contexto de su proyecto literario, El Decamerón, que lo
convirtió en poco tiempo y para siempre, en uno de los clásicos más
leídos y versionados de la literatura.
Casi siete siglos más tarde, Mario
Vargas Llosa lo redescubre y construye un texto dramático, según
cuenta en el prólogo, a partir de la intuición que de muy joven
tuvo de la naturaleza teatral de este texto, en que se narra en forma
artificiosa y –hoy diríamos- sensacionalista el hecho histórico
que le dio origen: los estragos de la peste bubónica y cómo un
grupo de jóvenes aristócratas decide abandonar la ciudad para
instalarse en el Valle de las Damas, un castillo rodeado de la más
exquisita naturaleza a contarse, en forma ritualizada, cuentos de
temática amorosa, con la orden dada a sus sirvientes de que “pasara
lo que pasara se abstuvieran de contar nada de lo que sucediese lejos
de allí, a menos que aquello que dijesen fuera agradable y
divertido”, pasando, como mediante un sortilegio, del relato de lo
macabro al relato de lo placentero. Y es en este punto donde Vargas
Llosa encuentra en Boccaccio su propia idea de lo que constituye la
razón de ser de toda ficción: la fuga de la realidad hacia un
territorio hecho de palabras, sueños e imaginación.
Para su mirada modernizadora,
Boccaccio descubrió, gracias a la traumática experiencia de la
peste -brutal recordatorio de la propia finitud- el cuerpo y sus
placeres, que lo llevó a bajar de las alturas donde reinaba junto a
Dante y Petrarca, a las calles, en las que la vida de todos pasa a
ser protagonista sin especulaciones estéticas. Lo cierto es que
Boccaccio fue un escritor fronterizo que se nutrió tanto de la
tradición medieval como renacentista. Perteneciente al ámbito
mercantil y al de los estudios literarios a los que dedicó gran
parte de su vida como traductor y editor de textos clásicos griegos;
al mundo cristiano y al pagano; tanto secular como erudito; festivo,
burlón y a la vez solemne, su libro más famoso porta las marcas que
esta posición bipolar produjo en su escritura.
Y fueron el mercado y la casa familiar
los espacios de recepción de este texto del cual su autor renegó
dos décadas después de publicado, cuando la madurez lo hizo
avergonzarse de una obra por la que efectivamente fue mal juzgado. Es
que una de las fuentes clásicas en las que se basó, El arte de
amar (un texto “maldito” por el que se cree que su autor,
Ovidio, sufrió diez años de exilio) fue leído como un manual
cortesano, una suerte de guía clásica del “touch and go”
destinado a los que desearan gozar del amor mitigando el sufrimiento
que sus flechas provocan, sabiendo que no está dirigido a los
esposos, unidos por imperativo de la ley, sino a los amantes, unidos
bajo la ley del dios alado.
Y los valores que el texto de
Bocaccio sostenía: la Fortuna, el Amor y el Ingenio (los dioses que
parecían regir el mundo proto-capitalista que le tocó vivir) no
exaltaban precisamente las virtudes civiles, sino que apelaban a
aquel lector u oyente dispuesto a entregarse al placer de la ficción,
entendida como entretenimiento culto para un público distinguido. Es
el mundo de la poesía, de la belleza, de lo femenino como ideal de
la cortesía, en oposición al mundo masculino, del trabajo, de los
negocios y lo utilitario que el humanista italiano despreciaba desde
su concepción del arte poética como un fin en sí mismo.
Si busca una función, será la de
compadecer a los afligidos, y convierte a su texto en una suerte de
remedio ovidiano contra el Amor tirano, del que las mujeres,
sostiene, son sus víctimas principales. Los ejemplos enseñarán y
los relatos entretendrán a las féminas encerradas en sus
habitaciones (el espacio junto con el confesionario, donde se
desarrollan las acciones), imposibilitadas de transitar los espacios
públicos, por lo tanto de trabajar, comerciar o estudiar.
Tomó, de la extensa y variada
tradición de lo que se llamó “amor cortés”, una de sus formas,
el amor grotesco, con el que parodió a la dama del dolce stil
novo, como Laura, como Beatrice, distantes en su perfección. Por
el contrario, la avidez por el goce es lo que une a estos cuerpos a
través de lo que los mantiene vivos: la reproducción y la
digestión. Las barrigas redondas y las caras rubicundas de los
frailes libertinos (tanto como los maridos cornudos) exhiben el otro
lado del amor puro y sublimado.
En un mundo donde la cercanía de la
muerte rompe todos los tabúes, la elocuencia, el arte de mentir con
eficacia, será su valor insignia. El Decamerón, supremo
monumento al hedonismo, así lo entiende y será la mirada en un
punto anacrónica (liberal y bien pensante) de Vargas Llosa la que
insistirá una y otra vez en lo que estos relatos tienen de ilícito
y brutal. En todo caso, nos recuerda, los excesos transcurren sólo
en las narraciones y no entre sus personajes, como en aquellos
cuentos donde curas y monjas se solazan apelando a una interpretación
más que personal de la doctrina cristiana.
Las escenas basadas en los relatos
boccaccianos tienen en Sherezade y en la tradición oral su claro
antecedente: pensadas como antídoto contra la muerte, apelan al
poder de rapto que los buenos narradores, como el flautista de
Hamelin, tienen sobre sus oyentes. Porque de lo que se trata, insiste
Vargas Llosa, es de emprender la fuga de la realidad, alejarse cada
vez más de ella, y en ese camino, sus personajes irán perdiendo su
identidad, mutando en diferentes vidas y asumiendo distintos grados
de ficcionalización hasta convertirse en seres irreales para los
cuales todo está permitido.
Los cinco personajes (el duque
Ugolino, la condesa de Santa Croce –creación de aquél-, el propio
Boccaccio y Filomena y Pánfilo –los únicos procedentes del
Decamerón-) encarnan y relatan esta versión libre de una
obra erudita en el trabajo con las fuentes pero pensada como
divertimento para sobrevivientes.
Las distintas parejas que aparecerán
en estos cuentos de la peste, algunas, salidas de los relatos con que
la Antigüedad clásica consolidó nuestra subjetividad –como el
mito de Narciso que aparece en la pareja homosexual devenida en
pareja incestuosa de hermanos-, otras, de los relatos eróticos
orientales, otras más del infierno donde Dante ubicaba a las
pecadoras, y algunas, de los relatos ejemplares medievales, hablan de
un mundo que se percibía efímero y en el que ningún valor hasta el
momento sagrado, lograba tenerse en pie.
Quizás no alcance con leer Los
cuentos de la peste para animarse a atravesar una obra tan
clásica como distante de nuestro horizonte de lectura, pero lo que
sí provoca es, al igual que a su autor, el deseo de ir a verla
representada sobre las tablas.
Publicado en diario Página 12, 12/4/2015
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