lunes, 13 de marzo de 2017

En la penumbra del bosque familiar

Selva Negra

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Poco más de ochenta páginas le alcanzan a esta autora para, mediante un obsesivo merodeo por las innumerables formas en que un devenir se interrumpe trágicamente, interrogar la única experiencia intransferible, la de la muerte de su madre siendo ella una adolescente. Y la muerte, frontera última contra la cual la narración se despliega, es horadada por funestos relatos de accidentes, suicidos, catástrofes, femicidios, asesinatos, enfermedades terminales, sobredosis, en un intento de conjurar ese “maremoto de tristeza de intensidad difícil de imaginar”, mientras concibe un presente junto a su madre reaparecida, como una bella durmiente, veintiocho años después.
Y el condicional es el tiempo en que relata ese reencuentro figurado, para el que no encuentra las palabras con las que retomar un diálogo signado por el malentendido, ese equívoco en que se funda la relación entre una adolescente y su madre. Como una joven Blancanieves de belleza inalcanzable la recuerda su hija, a la manera de una anacrónica princesa fuera de su tiempo, los años sesenta, y ese anacronismo marca a este personaje venido del pasado, al que imagina paseando con ella por el París actual, registrando con la minuciosidad propia de la “máquina de mirar” del objetivismo, en cada detalle, el desafaseje entre ambos tiempos.
Un relato concentrado cuyo título, Selva Negra, condensa y a la vez designa varias cosas: una región del sur de Alemania, una torta de chocolate y crema y un denso y oscuro bosque en Japón, el lugar elegido cada año por decenas de japoneses para suicidarse. Una suerte de bosque encantado poblado de fantasmas, el espacio apropiado para una cita con el más amado y odiado de todos ellos.
Poco más de ochenta páginas le alcanzan a esta autora para, mediante un obsesivo merodeo por las innumerables formas en que un devenir se interrumpe trágicamente, interrogar la única experiencia intransferible, la de la muerte de su madre siendo ella una adolescente. Y la muerte, frontera última contra la cual la narración se despliega, es horadada por funestos relatos de accidentes, suicidos, catástrofes, femicidios, asesinatos, enfermedades terminales, sobredosis, en un intento de conjurar ese “maremoto de tristeza de intensidad difícil de imaginar”, mientras concibe un presente junto a su madre reaparecida, como una bella durmiente, veintiocho años después.
Y el condicional es el tiempo en que relata ese reencuentro figurado, para el que no encuentra las palabras con las que retomar un diálogo signado por el malentendido, ese equívoco en que se funda la relación entre una adolescente y su madre. Como una joven Blancanieves de belleza inalcanzable la recuerda su hija, a la manera de una anacrónica princesa fuera de su tiempo, los años sesenta, y ese anacronismo marca a este personaje venido del pasado, al que imagina paseando con ella por el París actual, registrando con la minuciosidad propia de la “máquina de mirar” del objetivismo, en cada detalle, el desafaseje entre ambos tiempos.

Un relato concentrado cuyo título, Selva Negra, condensa y a la vez designa varias cosas: una región del sur de Alemania, una torta de chocolate y crema y un denso y oscuro bosque en Japón, el lugar elegido cada año por decenas de japoneses para suicidarse. Una suerte de bosque encantado poblado de fantasmas, el espacio apropiado para una cita con el más amado y odiado de todos ellos.

Publicado en diario Perfil, 12/3/2017

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