Selva Negra
Poco más de ochenta páginas le
alcanzan a esta autora para, mediante un obsesivo merodeo por las
innumerables formas en que un devenir se interrumpe trágicamente,
interrogar la única experiencia intransferible, la de la muerte de
su madre siendo ella una adolescente. Y la muerte, frontera última
contra la cual la narración se despliega, es horadada por funestos
relatos de accidentes, suicidos, catástrofes, femicidios,
asesinatos, enfermedades terminales, sobredosis, en un intento de
conjurar ese “maremoto de tristeza de intensidad difícil de
imaginar”, mientras concibe un presente junto a su madre
reaparecida, como una bella durmiente, veintiocho años después.
Y el condicional es el tiempo en que
relata ese reencuentro figurado, para el que no encuentra las
palabras con las que retomar un diálogo signado por el malentendido,
ese equívoco en que se funda la relación entre una adolescente y su
madre. Como una joven Blancanieves de belleza inalcanzable la
recuerda su hija, a la manera de una anacrónica princesa fuera de su
tiempo, los años sesenta, y ese anacronismo marca a este personaje
venido del pasado, al que imagina paseando con ella por el París
actual, registrando con la minuciosidad propia de la “máquina de
mirar” del objetivismo, en cada detalle, el desafaseje entre ambos
tiempos.
Un relato concentrado cuyo título,
Selva Negra, condensa y a la vez designa varias cosas: una
región del sur de Alemania, una torta de chocolate y crema y un
denso y oscuro bosque en Japón, el lugar elegido cada año por
decenas de japoneses para suicidarse. Una suerte de bosque encantado
poblado de fantasmas, el espacio apropiado para una cita con el más
amado y odiado de todos ellos.
Poco más de ochenta páginas le
alcanzan a esta autora para, mediante un obsesivo merodeo por las
innumerables formas en que un devenir se interrumpe trágicamente,
interrogar la única experiencia intransferible, la de la muerte de
su madre siendo ella una adolescente. Y la muerte, frontera última
contra la cual la narración se despliega, es horadada por funestos
relatos de accidentes, suicidos, catástrofes, femicidios,
asesinatos, enfermedades terminales, sobredosis, en un intento de
conjurar ese “maremoto de tristeza de intensidad difícil de
imaginar”, mientras concibe un presente junto a su madre
reaparecida, como una bella durmiente, veintiocho años después.
Y el condicional es el tiempo en que
relata ese reencuentro figurado, para el que no encuentra las
palabras con las que retomar un diálogo signado por el malentendido,
ese equívoco en que se funda la relación entre una adolescente y su
madre. Como una joven Blancanieves de belleza inalcanzable la
recuerda su hija, a la manera de una anacrónica princesa fuera de su
tiempo, los años sesenta, y ese anacronismo marca a este personaje
venido del pasado, al que imagina paseando con ella por el París
actual, registrando con la minuciosidad propia de la “máquina de
mirar” del objetivismo, en cada detalle, el desafaseje entre ambos
tiempos.
Un relato concentrado cuyo título,
Selva Negra, condensa y a la vez designa varias cosas: una
región del sur de Alemania, una torta de chocolate y crema y un
denso y oscuro bosque en Japón, el lugar elegido cada año por
decenas de japoneses para suicidarse. Una suerte de bosque encantado
poblado de fantasmas, el espacio apropiado para una cita con el más
amado y odiado de todos ellos.
Publicado en diario Perfil, 12/3/2017
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