Tiempo
sin lluvia
Algunos autores británicos que
alcanzaron la categoría de clásicos como Virginia Woolf o James Joyce narraron -en
La señora Dalloway y Ulises, respectivamente- un día en la
vida de sus protagonistas, que concentraba, en ese corte temporal, como un
alef, el universo social y cultural de aquellos personajes. La segunda novela
traducida a nuestro idioma de este autor galés lo encuentra definitivamente
instalado en el espacio de la narrativa rural y narra un día en la vida de una
subjetividad que, en las antípodas de aquellos personajes atravesados por la experiencia
de la ciudad moderna, tiene en la naturaleza, sus ciclos y sus catástrofes, su
razón de ser.
Gareth,
el hijo de un empleado bancario que decidió abandonar un trabajo anodino y empezar
una nueva vida como granjero y en ese mismo acto, escribir sus memorias, comienza
su día atormentado por algunas preocupaciones (una de sus vacas parturientas se
escapó y dos terneros nacieron muertos) que a medida que la novela transcurre,
revelan su densidad existencial. Su esposa, Kate, viviendo bajo el peso de unas
jaquecas que esconden, en el estrecho vínculo matrimonial, el reclamo por una
enfermedad transmitida por el ganado a través de su marido, que le hizo perder
dos embarazos. Su hijo, un esquivo adolescente empeñado en odiar todo lo que su
familia significa y una encantadora hija pequeña, imaginativa y luminosa que
intenta descifrar en el silencioso entorno familiar (“mamá está acostada con su
jaqueca en la cama”) los mensajes cruzados y todo lo que se juega alrededor esa
“central de operaciones” que es la antigua mesa familiar.
En
esa isla que es la familia y la vida de granjero (todo el imaginario insular de
la literatura británica está funcionando en este relato) los temas, como nudos,
se concentran para expandirse: el tiempo y las marcas que deja en los cuerpos y
los cambios que produce en el deseo y en el amor; la ira que habita en el
centro del matrimonio como un cuerpo a punto de estallar en un parto. Y ese día
que es puro presente se proyecta hacia el pasado en el único libro que, como la
Biblia, ilumina los días del protagonista: las memorias del padre parcialmente
escritas en galés que aquél lee, religiosamente, cada noche, descifrando las
palabras manuscritas y “pasando las páginas buscando significados.” Y al mismo
tiempo se proyecta hacia el futuro en los planes de compra de unas tierras de
los que su esposa descree y que unirán a su descendencia al terruño, ese
“espacio significativo” que es el lugar propio.
La pérdida, otro de los nudos
temáticos, se multiplica en símbolos como el muñón de su dedo meñique, los
embarazos fallidos, la vaca desparecida, los terneros nonatos, los relatos
fantásticos del pantano de niños desaparecidos en las fauces de animales monstruosos
y en la sequía, el gran tema del libro, producto de una larga temporada sin
lluvias que convierten la tierra en un ser sediento y omnipresente.
Con una prosa concentrada que
enhebra párrafos aislados con subtítulos que anuncian el tema del que se va a
ocupar delicada y amorosamente: los trabajos rurales, los ciclos de la
naturaleza, el comportamiento de cada una de las especies, el ritual de los
partos y los entierros de los animales, replican, en su solemnidad, toda la
densidad existencial que suponen para los seres humanos. Y en algunos momentos
logra, como en los mejores relatos de Horacio Quiroga, el milagro de narrar desde
el punto de vista del animal, para, en esa suerte de deshumanización, hablar de
las únicas cosas de las que la verdadera literatura, según Borges, se ocupa: el
amor, la muerte, el coraje, y que convierte este libro en uno de aquellos
libros que crecen y se multiplican con el correr de las lecturas. Casi una
metáfora de sí mismo.
Publicado en diario Perfil, 5/4/2020
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