Con un título abrumador y un diseño de tapa que lo refleja, en el que una enorme piedra pende sobre un campo vacío bajo un cielo amenazante, esta nouvelle de la consagrada escritora australiana Julia Leigh, deviene una cachetada a la sensibilidad del lector con la delicada condensación de la mejor poesía.
Una mujer llega desde Australia con sus dos hijos
pequeños y su brazo derecho en cabestrillo a la señorial casona paterna en la
campiña francesa, después de largos años de ausencia, al mismo tiempo que su
hermano y su cuñada llegan del hospital con su bebé muerta recién nacida. La
mujer, que así se la nombra a lo largo del relato, ha entrado en la casa por
una pequeña puerta lateral alentando a su hijo de 9 años a romperla a
topetazos, y esa distancia con el dolor filial es la que permite aflorar los
detalles con los que se va rearmando una historia familiar minada de pequeñas y
grandes tragedias.
Con diálogos mínimos y frases apenas enunciadas, la
narración va exhibiendo las marcas de la desolación, como la que impide a los
dolientes padres enterrar a su hija o la que impulsa a los hijos de la mujer a
escapar en un bote del horror que anida en la casa de su abuela y de ese
paradisíaco jardín plagado de flores como un gran cementerio. Y con escenas cinematográficas
de una gran potencia, encuadra las imágenes con las que arma el rompecabezas de
lo siniestro, aquello del orden de lo familiar que no debía ser mostrado,
cuando lo íntimo
se torna extraño y lo extraño se vuelve familiar.
Y es la mirada infantil la que desautomatiza lo que el
sentido común opaca, revelando, a través de sus grietas, la verdad que anida en
los secretos familiares y en las provocaciones, todo lo que no debía ser dicho.
Y que exhibe el artificio que encierra aquello que la costumbre naturaliza, como
la maternidad, que lleva a la parturienta a portar a su hija muerta, el
“bulto”, como una muñeca con la que jugar a ser mamá o a la mujer, a descubrir con
asombro en los movimientos de su mano izquierda, una gestualidad nueva y en
ella, todo lo que el hábito esconde. Quizás, una teoría de la literatura para
esta notable escritora en la que resuenan los principios del extrañamiento de
los formalistas rusos.
Un
relato extremo y bestial en el mejor de los sentidos que, entre muchas cosas,
es un pequeño tratado sobre el perdón y la compasión, cuando una frase de
cortesía dicha al pasar, désolé, “lo siento”, lejos del estereotipo, en
este texto, cobra un sentido profundo.
Publicado en La gaceta literaria, 11/2/24
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