miércoles, 10 de febrero de 2016

El sólo quería hacer pop

Su lucha

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Enero de 2016 trajo muchas viejas novedades: en lo doméstico, un sorpresivo cambio político con el que seguir en la misma senda; en lo general, la liberación de los derechos de la obra que sintetizó las líneas ideológicas que configuraron la mitad del mapa político europeo del siglo pasado, Mein Kampf.
Lejos de considerarla una etapa superada, un grupo de historiadores alemanes preparó una edición anotada de tan magna obra, en la que contextualizan, discuten y explican a las nuevas generaciones la sarta de necedades que este genocida concibió (y que llegó a publicar doce millones de ejemplares) para dotar de argumentos a sus planes de exterminio. Y como la historia no se repite pero retorna -como farsa- son muchos los que se interrogan si estos argumentos tan convincentes para tantos han perdido vigencia.
Martin Amis, con su novela reciente, La zona de interés, es uno de ellos y en el límite entre ambos géneros, Patricio Lenard acaba de publicar la historia ficcionalizada del proceso de escritura de Mi lucha, registrado en los diarios que Rudolf Hess escribiera durante 1924, el año que ambos estuvieron en prisión por el fallido golpe de estado en Baviera.
Comenzando con un procedimiento que la literatura argentina a partir de Borges acuñó, la ficción que se autoproduce, y construyendo una escena puramente escrituraria donde el texto nuevo resulta la traducción anotada de un supuesto manuscrito recién descubierto (que además, es la copia que la viuda de Hess hizo de su diario, a escondidas de su marido), leemos el puntilloso registro diario que Rudolf Hess llevó de sus gloriosos días en la cárcel como secretario de Hitler cuando tipeó el primer tomo del libro en cuestión.
Muy rico es el material con el que Lenard trabajó, los años del proto-nazismo -nacido al calor de la derrota alemana en la Primera Guerra, del derrumbe de su poderosa economía y del avance de su principal enemigo, el comunismo soviético- los años en que se fue consolidando una reacción paranoica y desquiciada a todas las promesas libertarias y pacifistas que la revolución social proclamaba y, como su espejo invertido, se iba pergeñando una sociedad purificada por la eugenesia, donde poder terminar de una vez y para siempre con la amenaza judeo-marxista, cuestiones que el libro de Hitler, como buen manual doctrinario, expone con toda claridad y que sospechosamente, la mayoría, por aquellos años, parece no haber advertido.
Los diálogos entre los futuros funcionarios nazis que nutren los capítulos de la novela, leídos hoy, parecen salidos de una convención de psicóticos, tanto como resulta difícil diferenciar al Führer de cualquiera de sus caricaturas, como evidente encontrar en el fanatismo de Hess por su líder una muestra de amor homoerótico escondido detrás de tanta virilidad y misoginia. Personajes, al fin y al cabo, de una ficción que recupera en las extensas y documentadas notas al pie, las consecuencias que en el plano de la realidad tuvieron todas estas disquisiciones trasnochadas.

Pero en este texto, tan pegado a la Historia, la ficción resiste y lo hace en los modos en que se plantea la política, como el arte de hacer creer, como una forma posible de lectura, o como el relato de una ficción paranoica en la que los judíos son una enfermedad a combatir hasta extirpar del cuerpo social, y la raza aria, un ideal a alcanzar. Y los textos históricos, como las memorias de Hitler y su paso por las trincheras de la Gran Guerra, un documento a tergiversar, y como algunos capítulos de Mi lucha, un material posible de manipular por el afiebrado mecanógrafo que años después, a espaldas de su jefe, huyó a Escocia para intentar torcer el destino de una Historia que se empecinaba en no aceptar el relato de la primacía de los más fuertes.

Publicado en diario Perfil, 7/2/2016

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