miércoles, 28 de noviembre de 2012

Retazos de hombres


Parte doméstico
de Oliverio Coelho



Hombres derrotados de antemano, madres abusivamente amorosas, artistas acechados por la pérdida del don son algunos de los tópicos que organizan los tres grupos de cuentos en que el libro se divide, y que se enlazan a través de una de las escrituras más exquisitas de la producción argentina actual.
“El umbral”, el relato que encabeza la primera parte –Servidumbre-, pone en escena una fantasía distópica en la que un ejército de hombres desahuciados deambula por una ciudad en ruinas a la búsqueda de las últimas mujeres vivas, que, como las antigüedades que el protagonista colecciona, son reliquias de un mundo desaparecido. Más de un vínculo lo liga a la novela de Carlos Chernov Anatomía humana, en la que se despliega una teoría de los géneros como representación de rasgos repetidos hasta la naturalización, como aquella que empuja a los hombres (un “ellos”, habitantes del “afuera”) a repetir el mandato de apropiarse de una mujer hasta aniquilarla y que el protagonista se niega a seguir.
En “Vigilia”, el más felisbertiano de sus cuentos, un triángulo formado por un matrimonio de paranoicos que ha dejado de hablarse y un joven esclavizado, desata una carrera persecutoria en el laberíntico departamento que habitan donde el placer de espiarse y escucharse los empuja al límite de la locura.
El control y la vigilancia que sobre hombres debilitados ejercen mujeres depredadoras se acentúa en el cuento “Los demonios”, donde una erotizada madre anciana que comparte la cama matrimonial con su aniquilado hijo, lo envuelve con su mirada que se autonomiza del cuerpo, para convertirse en objeto de negociación entre el hijo y un fotógrafo nazi para quien los cuerpos, como un botín, resultan meros objetos de posesión.
La mirada sobre el propio rostro reflejado en los múltiples espejos (otro de los objetos privilegiados en todos los relatos), capaz de individualizar cada rasgo y modificar la imagen de deterioro es uno de los temas de “Otra mujer”, el relato que encabeza la segunda parte, -Mujeres indelebles-. Un paquete con cartas enviado por error a un solitario que recibe la visita puntual de una joven mujer adquiere el peso de una vida prestada como las historias que inventa a partir de ellas y que alteran hasta sustituir los rutinarios encuentros de los viernes.
En “Caracas”, un cincuentón hambreado y endeudado mira, en un registro casi fotográfico, a una joven que observa los cuadros en un museo, y como cazador-cazado, termina siendo objeto de la serie de fotografías sobre rostros de hombres dormidos que ella colecciona.
“La presa” es quizás el más perturbador de toda la serie, donde un joven manco, especie de Frankenstein que encuentra el placer en la exhibición de su cuerpo fragmentado y excesivo, es objeto del amor incondicional y opresivo de su madre, figura que se reduplica en el cuadro de la virgen rolliza con el niño famélico que se alza en la iglesia donde se confiesa. Allí conoce a una viuda que lo obliga a comerse una presa de pollo viejo y grasiento como el que le cocina su devota madre en la escena con la que se abre el cuento. El extrañamiento con el que descubre el cuerpo femenino (de una perfección notable) lo lleva a experimentar la falsedad del placer del otro.
En “Sun-Woo”, relato que pertenece a la tercera parte, -Las fechas del don-, un escritor mediocre y seductor, después de recibir la indiferencia del tradicional mundo cultural francés, se dirige al extremo oriente, escenario futurista, donde descubre la crueldad y la castidad de que son capaces las mujeres coreanas, cuando resulta objeto erótico de una sofisticada mujer que lo encierra en su departamento y como una “mantis religiosa” lo somete a una experiencia de placer y de dolor en el límite con la destrucción.
En “El don”, el más descarnado de los relatos acerca de la pérdida del talento como enfermedad, un músico de culto se interna en una clínica en Japón para recuperarse de este mal y de su adicción a las mujeres. Luego de un encuentro con una desigual pareja, donde el erotismo es dominado por el voyeurismo y la impotencia, descubre, en un arrebato de llanto liberador, que el talento, como las mujeres amadas, como la muerte, son un instante en el pasado al que no debería aferrarse.
En el último de los relatos, “La muerte del crítico: clase B”, un escritor borracho o su reverso, mata en un accidente de auto, dominado por una percepción alcoholizada, al crítico literario que destruyó su producción y con el que su mujer lo engaña. De culpable a víctima (o su reverso), promete a su arrepentida mujer lo que ella siempre deseó: no intentar convertirse en escritor nunca más, una frase con la que paradójicamente se cierra el libro y que esperamos quede para su autor sólo en el plano de la ficción.

Publicado en diario Perfil

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