domingo, 16 de marzo de 2025

Fouché: retrato de un hombre político

             En el diccionario político universal, el adjetivo “maquiavélico” como sinónimo de calculador y amoral ha monopolizado todas las connotaciones negativas de una práctica que jamás se caracterizó por la transparencia. Quizás sea por eso que la figura de Joseph Fouché, el producto de un momento histórico trascendental, la Revolución Francesa, haya quedado a la sombra, de la que la pluma incomparable de Stefan Zweig (genial exponente de un momento histórico de altísima producción cultural que se desarrolló en la Mitteleuropa) la rescató.

            Y este animal político imperturbable tuvo, según su biógrafo, la capacidad de leer, en el medio de un proceso vertiginoso que inauguró una nueva edad históricas (“el mejor y el peor de los tiempos”, según Dickens), las líneas que del pasado se abrían hacia un futuro que en pocos años cambió varias veces de signo político, sepultando en el camino a sus máximos dirigentes (Danton, Robespierre, Napoleón) y encontrando a nuestro personaje cada vez más encumbrado y poderoso.

            Dueño de un olfato político extraordinario con el que captó, antes que nadie, hacia dónde giraban los vientos políticos para ubicarse en la primera fila de los ganadores, comenzó como un oscuro profesor de matemáticas en un colegio de curas de provincia y dos años más tarde, era elegido delegado de la Convención dominada por los jacobinos, para la que dirigió la quema y el saqueo de iglesias con la que se ganó el apodo de “el verdugo de Lyon”. Una vez terminado el período del Terror, conspiró contra Robespierre hasta llevarlo a la guillotina y en pocos años trepó al puesto de ministro de policía del Directorio donde organizó, para su propio beneficio, la maquinaria de espionaje desde la que socavó nada menos que a Napoleón (luego de haber participado activamente de su ascenso al poder) y gracias al cual se había convertido, durante el Imperio, en el millonario duque de Otranto dispuesto a trabajar, una vez derrotado el emperador, para la vuelta de la monarquía a la que, veinte años antes, había llevado, con su voto, a la guillotina.

            Este burócrata implacable, de una audacia y frialdad asombrosas, genio de la traición y “el más leal de los enemigos” del poderoso de turno, fue una figura demoníaca y fascinante que encontraría, más tarde, en la figura del agente doble su mejor heredero, y que deslumbró a su biógrafo, quien le dedicó un trabajo que es modelo para historiadores y estadistas en todo el mundo.

Publicado en La gaceta literaria, 16/3/2025

domingo, 23 de febrero de 2025

Entrevista a María Moreno: Por cuatro días locos

 Por cuatro días locos. Pequeño inventario de la patria pop

 

María Moreno es, sin duda, una de las cronistas más agudas e irreverentes de nuestro país, aunque ella, seguramente, rechazaría estos adjetivos. El premio Konex de Brillante que se entrega a la máxima figura de la década y que le fue concedido el año pasado es un legítimo reconocimiento a su trayectoria como narradora, cronista y crítica cultural enfocada en la investigación sobre los feminismos y las disidencias sexuales.

Su carrera como periodista comenzó en el diario La opinión, fue secretaria de redacción del diario Tiempo argentino y columnista en Página 12 y Sur, entre otros. Fundó Alfonsina, la primera revista feminista, y coordinó el área de Comunicación del Centro Cultural Ricardo Rojas de la universidad de Buenos Aires, desde el que impulsó la publicación de la primera revista travesti de Latinoamérica, El Teje

Entre sus obras se encuentran la novela El affair Skeffington y numerosos ensayos, crónicas y textos de no ficción como El petiso orejudo; A Tontas y a locas; El fin del sexo y otras mentiras; Subrayados; Oración. Carta a Vicki y otras elegías políticasVida de vivos; Banco a la sombra; La comuna de Buenos Aires. Relatos al pie del 2001 y su autobiografía Black out, por la que recibió el Premio de la Crítica de la Feria del Libro de Buenos Aires.

El libro recientemente publicado por la editorial Sigilo, Por cuatro días locos. Pequeño inventario de la patria pop, reúne algunas de las columnas que escribió para Página 12 durante las últimas dos décadas, en las que disecciona, con ese estilo único, capaz de develar “todas las capas que hay en la superficie”, los personajes argentinos que la dupla pueblo-nación convirtió en mitos y que ella desacraliza sin quitarles ni una pizca de bronce, consciente de que “un mito, entre otras cosas, es un convite a lo unánime como condición para disentir -hasta la violencia- en todo lo demás.”

Barroca e iconoclasta, se mete nada menos que con Maradona, “nuestro único ídolo dionisíaco” al que reconoce, nunca quiso; con Borges, el único escritor argentino incluido en el canon de la literatura universal del académico norteamericano Harold Bloom al que le descubre un costado pop; con el Che Guevara, al que define como un escritor de la generación beat, cronista de su propia epopeya; con Gardel, al que le agradece haberla introducido en la literatura, no a través de esa voz que “se asimila al agujero de la Patria”, sino de sus letras. Con San Martín, al que, en un relato ficcional, instala en un fumadero de opio; con Cortázar, a quien, leyéndolo a contrapelo (como acostumbra), sospecha más interesado en los muchachitos que en la Maga; y en esa línea, con la construcción de la figura del escritor en nuestro campo intelectual (hasta hace veinte años, mayoritariamente masculino) en lo que tiene de impostura y con el amplio abanico de lo que llama el “kitsch peronista” en el que conviven Evita y su modisto, Paco Jamandreu, Juanita Martínez, la fiel amante de José Marrone e Isabel Sarli, musa erótica devenida objeto de consumo “camp” por cierta intelectualidad a la que sus curvas le despertaban, culposamente, las mismas fantasías que a cualquiera de los mortales, en toda Latinoamérica.

En el prólogo al libro, su autora describe la enciclopedia “ágrafa y visual” desde la que partió y con la que comenzó a bosquejar una mirada desde los márgenes tanto de la academia como de la doxa, para inscribirse en la tradición de un tipo particular de crónica que en nuestro país tiene enormes figuras (desde Rodolfo Walsh, Martín Caparrós, Ana Basualdo hasta Juan Forn y siguen las firmas) que, lejos del periodismo gonzo, corre el foco de la experiencia en sí (“un efecto como cualquier otro”) para encontrar un modo único de “escribir al otro” y abrir el camino para este género a la autonomía de la literatura. Quizás sea por eso que logra que unos textos escritos al calor de los acontecimientos políticos no tengan fecha de vencimiento y alcancen algo así como la atemporalidad.

            Como la línea que traza entre la antropología de principios a fines del siglo XX, que va de la exhibición de los cráneos de indios y criminales en los museos al análisis de los huesos de los desaparecidos por el Equipo Argentino de Antropología Forense y que condensa lacanianamente en el nombre de José Luis Cabezas la cifra de una historia que no deja de repetirse.

            O en el personaje de la tilinga de clase alta vituperada en el Borges de Bioy por ambos (y que a ella le fascina), con el que pulveriza la superioridad moral del intelectual que, sostiene, nos es más que otro lugar donde anida el sentido común.

            Un capítulo aparte merece la sección “Iconografías femeninas”, en donde politiza los objetos de uso de las mujeres y hace del abanico de Mariquita Sánchez de Thompson un medio de comunicación clandestino, del miriñaque de Manuelita Rosas, el refugio de su adorada prima, de las pelucas de moda en los 70, el camuflaje de las mujeres en la guerrilla o del antecesor del pañal descartable, el símbolo de la búsqueda de los familiares desaparecidos que las Madres de Plaza de Mayo hicieron universal.

 

Una cronista frívola

- En los epígrafes de Manuel Gutiérrez Nájera y José Martí que abren el libro aparecen los dos modos de abordar el oficio de periodista que pensó el modernismo latinoamericano: el que investiga a fondo y el que escribe sobre sobre la marcha acerca de cualquier tema. ¿Con cuál te sentís más cómoda?

El modernismo tuvo un periodismo “comprometido” por decir así, aunque con todos los manierismos de la época como podía ser el de Martí describiendo el puente de Brooklyn o el asesinato de los italianos y otro considerado frívolo y ornamental como el de Ramón Gómez Carrillo que podía escribir sobre maquillaje. Fue Sylvia Molloy quien demostró cómo esos opuestos no eran tales. Yo me considero una cronista frívola aunque, como dijo el cordobés Luis Ignacio García, esa frivolidad sea estratégica.

- ¿Para qué sirven los mitos? ¿Hay una trampa en ellos?

Los mitos no son una trampa sino una cristalización de creencias que pueden ser analizadas y no hay que subestimarlos. Horacio González usaba el adjetivo “superficial” como negativo y yo le decía que en la superficie está todo el sentido. Y él me cargaba diciendo que antes la superficie tenía más capas. Ahora me acuerdo que hablábamos de esto mientras nos dirigíamos a un velorio, lo que era una frivolidad.

- Las pequeñas mitologías nacionales ¿son especialmente ciegas a la perspectiva de género (y pienso en la ceguera de nuestra sociedad frente a un Maradona depredador) o son ciegas, sin más?

Tenés razón, para analizar los mitos nacionales dejé de lado las críticas de género y me inventé un yo más empático, aunque es evidente la ironía. Justo no publiqué la crónica de Monzón porque la había republicado hacía poco y en sus tiempos fue el inicio de una serie polémica en el diario Sur, donde, a las redactoras del suplemento de la mujer nos llamaban “las viudas de Alicia Muñiz”.

- ¿Qué tiene de pop Borges, nuestro único clásico universal?

Borges es muy pop pero hay que saber encontrarlo y casi kitsch en las Beatriz Viterbo o las señoras de Bibiloni. [N.R.: de cuyos comentarios Borges y Bioy se burlan llamando tonterías a lo que la Moreno lee como discurso vanguardista].

- ¿Hay algo de dandismo en tu estilo, según la definición que das de aquel gesto que “pone en contacto contaminante la cultura alta y baja despreciando la media”?

Pero eso no es dandi. Dandi es salir a la calle con un melón en la mano o una tortuga tirando de una correa. La silla de ruedas me impide estos excesos.

- ¿Qué te ofrece este género a la hora de establecer continuidades históricas, que es, en definitiva, el trabajo del historiador?

Pero yo no soy un historiador y la continuidad no me preocupa. Menos la duración de lo que escribo cuando esté muerta. Por algo escribo en medios que duran un día y mis libros son también para un día lejos de los mausoleos.

Publicado en La gaceta Literaria, 23/2/2025

lunes, 27 de enero de 2025

Mundo loco

Mundo loco. Guerra, cine, sexo


            Slavoj Žižek es un pensador verdaderamente raro. Marxista clásico (casi no quedan) y lacaniano (los hay cada vez más), escribe mucho y en profundidad sobre temas de economía política, filosofía, psicoanálisis, política exterior o el cine de Hollywood, uno de sus grandes fetiches, con la misma convicción y una gran convocatoria entre los lectores.

Y este trabajo compila algunas notas que escribió en diferentes medios en el último año, en el que la guerra de Ucrania fue el tema central. Pero no sólo: Žižek analiza y se interroga sobre el estado actual del mundo y define esta etapa como la del “tecnopopulismo”, una suerte de neutralidad apolítica, donde derecha e izquierda han perdido su especificidad, que nos pone frente a un escenario donde la resistencia al poder estatal sólo parece posible a partir de levantamientos fogoneados por la ultraderecha populista, como el ataque al Capitolio o al Planalto.

Reafirma, en cada una de sus intervenciones, su posición antimperialista, tanto frente a Israel como a Rusia, desarmando, en un caso, el argumento del antisemitismo y convocando a las fuerzas progresistas a evitar una nueva guerra mundial que el fundamentalismo nacionalista de las grandes potencias, sostiene, estimula y pone en evidencia los intereses que se juegan en cada una de las confrontaciones, porque, nos recuerda, los conflictos jamás son únicamente por cuestiones geopolíticas, sino “momentos de tensiones internas en la circulación mundial del capital.”

            Discute con la izquierda su ambivalencia respecto de Rusia y reivindica su apoyo a la resistencia ucraniana y a los valores de las democracias liberales como el respeto a las disidencias sexuales o los derechos de las mujeres, mientras condena los crímenes de guerra de EE.UU. en Medio Oriente, tanto como el componente nazi de la sociedad ucraniana.

            En cuanto a los artículos sobre el cine de Hollywood, son mucho más interesantes e intelectualmente productivos sus análisis políticos. Sus críticas, en algunos casos, superficiales, mejoran considerablemente cuando la película se convierte en la excusa para analizar un proceso político actual, como el ascenso de las mujeres dentro de la derecha radical o las enseñanzas que el feminismo occidental debería extraer del movimiento popular iraní de repudio por el asesinato de la joven kurda a manos de la “policía de la moral”.

            Y frente a un mundo que se dirige a su propia destrucción, concluye, la única salida deberá ser un nuevo comunismo al que llama a reinventar.

Publicado en La gaceta de Tucumán, 19/1/25

Rara, como encendida

 Martha Argerich. Una biografía


 

            Un bello cuadro sin marco. Así define su amigo Daniel Barenboim a la mejor pianista del mundo según la opinión unánime del campo musical clásico, Martha Argerich. Y esta biografía, el producto de largos años de conversaciones entre su único biógrafo y ella, es un riguroso intento por captar en toda su dimensión a esa figura tan esquiva como deslumbrante que sigue convocando el fervor de los melómanos en todo el mundo.

            Su autor, un periodista especializado en música clásica y admirador incondicional de la pianista, cuyo programa en Radio Clásica de Francia lo llevó a viajar por el mundo y conocer al top ten de esta disciplina, fue el único que logró, después de innumerables gestiones con su agente, colarse en sus viajes en tren y entablar una relación que le permitió entrevistar a este huidizo personaje que, cuando estaba de humor, respondía sus preguntas. El viaje que emprendió a la Argentina para captar la atmósfera del país donde ella nació logró conmoverla y seguramente ayudó a acortar distancias.

            Enamorado, desde la primera vez que la escuchó, y no sólo por su manera única de tocar el piano (al punto que reconoce que si no fuera pianista le interesaría igual), considera que no sólo es un genio musical, sino diferente a todos en el plano humano, incluso en la vida diaria. Su naturalidad, que le resulta desconcertante a quienes la conocen por primera vez, la convierte a sus ojos en una de esas pocas personas que, siendo una gran estrella, es capaz de una gran humildad y empatía.

Luego de ocho años de escritura, el resultado fue este trabajo polifónico, nutrido por una gran cantidad de voces de los principales músicos, amigos cercanos y familiares, así como por numerosos datos con los que reconstruye la vida musical de la segunda mitad del siglo XX, que el autor organizó con un criterio de divulgación.

            Desde el momento en que sus maestras del jardín de infantes escucharon, atónitas, a la párvula de tres años reproducir en el piano las canciones que le cantaban a la hora de la siesta, hasta los conciertos que dio junto a la emperatriz de Japón, el país que la elevó a la categoría de semidiosa, esta adictiva biografía aun para legos, traza el arco de una vida consagrada, a pesar suyo, a ese instrumento para el cual parece estar hecha pero del que se sintió esclava y con el que sedujo a los oídos más refinados de su generación, que encontraron en su interpretación una mezcla poderosa de erotismo y misticismo, y a una artista salvaje y exquisita que era pura naturaleza.

            Como todo prodigio, careció de una vida normal, por lo que la escuela fue reemplazada por clases particulares donde gozó del raro privilegio de estudiar, durante toda su infancia, con el mejor y más severo maestro de piano de Buenos Aires, bajo la estricta mirada de una madre consagrada a la carrera de su hija, que se propuso disciplinar a este espíritu tan genial como libre y sin la cual, reconoce, no hubiera llegado adonde llegó.

            Si bien a los ocho años dio su primer concierto en público, el pánico escénico nunca la abandonó, a pesar de ser, desde muy pequeña, una habitué del Colón, tanto en el escenario como desde el público y de deslumbrar a los más grandes maestros que por esos años poblaban Buenos Aires, la ciudad que en la posguerra recibió a aquellos que huían de Europa.

            A los 16 años y con la ayuda del gobierno peronista (y el diálogo con Perón es una muestra de su dominio absoluto sobre los resortes del Estado de bienestar), partió junto a toda su familia a Viena, a estudiar con el maestro Friedrich Gulda, quien le había abierto el camino a una nueva forma de interpretar la música, liberada del acartonamiento que regía en esta disciplina, y con la que ella se identificó desde el primer momento. Y fue a esa edad cuando despegó su carrera internacional, al ganar los dos concursos más prestigiosos, el de Ginebra y el de Bolzano, donde, por primera vez en su historia, el público y el jurado aplaudieron de pie al ganador.

            Convertida en una celebridad, empezaron a llover los contratos, pero el ritmo atroz de los conciertos fue demasiado para una adolescente que deseaba disfrutar de la vida y, contra la presión de su madre, se bajó de las giras programadas y puso en pausa su carrera unos años. La vuelta triunfal llegó con el concurso Chopin, a los 24 años, que la convirtió en una leyenda viva a la que nadie veía estudiar ni ensayar, que aprendía el repertorio leyéndolo una sola vez la noche anterior y que parecía tener incorporada la música en el cuerpo.

Sus amores tormentosos, el nacimiento de sus tres hijas, la complicada relación con su madre, sus posiciones políticas de izquierda en un medio tan elitista que la llevaron a tocar tanto en los principales teatros líricos del mundo como en una fábrica recuperada en Villa Martelli, durante el 2001, los malabares de sus agentes para lidiar con las cancelaciones de sus conciertos a último momento (y el teatro Colón lo vivó, una vez más, hace unos pocos meses), su humor cambiante, sus inseguridades y fobias que desaparecían en cuanto empezaba a tocar el piano (“Martha hizo lo imposible por destruir su carrera, pero nunca lo logró” llegó a decir uno de sus tantos agentes), las diferentes casas donde habitó de las que entraban y salían amigos como en una comunidad hippie, los proyectos de promoción para jóvenes pianistas o el fanatismo que despertó en Japón y la recepción que tiene en Europa y EE.UU. que le dieron el privilegio de ser nombrada y reconocida, en el mundo de la música clásica, sólo con su nombre de pila. De todo esto habla su biografía. De una persona contradictoria y genial cuyos estándares artísticos son muy altos, pero con un sentido de la ética igual de alto, algo que para su biógrafo, es muy raro de encontrar en una persona de ese nivel.

            En algunos idiomas, jugar y tocar un instrumento se dice de la misma forma. Quizás Martha Argerich siga siendo una niña que nunca dejó jugar, con la seriedad de vivir ese momento como un eterno presente.

Publicado en diario Perfil, 19/1/25