Si bien nuestro corazón estaba con César Aira, fue una grata sorpresa saber que este año el premio Nóbel fue para el notable narrador húngaro László Krasznahorkai, del que teníamos noticia gracias a la editorial Sigilo, que publicó El último lobo y recientemente, Al norte la montaña, al sur el lago, al oeste el camino, al este el río y a la española Acantilado, que publicó toda su obra traducida a nuestro idioma.
Cuentan en su biografía que después de abandonar su país en los últimos
años de vida comunista, se dedicó a viajar (y a escribir), y residió en Europa,
en los países de Oriente y hasta en el piso donde vivió Allen Ginsberg en Nueva
York para, en una vuelta propia de su literatura, terminar recluido en las colinas húngaras de Szentlászló, donde vive hoy.
Ya desde la aparición de su primera novela, Tango satánico, en
1985, se perfiló como una figura importante del campo cultural húngaro, cuando
fue llevada a la pantalla por el cineasta Béla Tarr, junto con Melancolía de
la resistencia. El nuevo siglo lo consagró con varios premios importantes
hasta el reciente Nóbel, “por su obra que, en medio
del terror apocalíptico, reafirma el poder del arte”, dijeron los académicos suecos. Del arte como resistencia hacia donde se dirige el mundo, podríamos
agregar.
En Al norte la
montaña, al sur el lago, al oeste el camino, al este el río, emprendemos un
viaje, junto al protagonista, el nieto del príncipe Gengi, en busca de un monasterio
abandonado en las afueras de Kioto donde, según un libro que éste leyó, se
encuentra el pequeño jardín secreto más simple y perfecto que se haya
construido. Una deriva onírica digna de los estudios Ghibli por un laberinto de
calles que, con largas frases paratácticas, casi sin puntos, que expresan
perfectamente la idea de continuo o de letanía, asistimos a la experiencia del
conocimiento a través de la contemplación. Porque de lo que se trata, nos dice,
es de aprender a “mirar y callar”, para abrir la percepción a esa fuente de
maravillas que puede ser el mundo en lo que tiene de armonía, levedad y belleza.
Como la de los pórticos y pagodas, con sus techos “curvos como alas” o los
caminos de piedra ondulada que, como la ola de Hokusai, congelan la imagen de
un mar bravío.
Contra la experiencia
literaria de la modernidad, fragmentaria y autorreflexiva, la novela invita a dejarse
absorber por la contemplación del paisaje como un todo y en la descripción
detallada del trabajo sobre los materiales para la construcción del monasterio,
nos pone frente al experiencia del tiempo, gran tema de su literatura.
Y es durante las
horas perdidas en un bar de Berlín y frente a un barman húngaro que el
protagonista de El último lobo, un profesor de filosofía desocupado,
desgrana la historia de su viaje a la región española de Extremadura, invitado
por una fundación, para que escriba sus impresiones sobre el lugar.
Creyendo que es un
error acepta la invitación, mientras se pregunta qué puede escribir él sobre un
lugar que desconoce. Pero el encuentro fortuito con un artículo que hablaba del
“fallecimiento” del último lobo al sur del río Duero lo saca de su apatía. Pronto
descubre una afinidad profunda entre ese paisaje yermo y su propia alma y se
entrega a los relatos que, sin saberlo, los lugareños le cuentan sobre el final
de una época que la gentrificación hará desaparecer. De un mundo campesino
donde los lobos, como el que persigue a la famosa niña de capa roja, concentran
los miedos de la humanidad al poder irresistible del deseo.
El relato de la
cacería de la última pareja de lobos que escucha de un atribulado guarda forestal
le devuelve su propia imagen de lobo estepario, último narrador de un mundo
donde la literatura se desentendió de la experiencia de lo ancestral.
Una mención aparte
merece la traducción del chileno Adán Kovacsics, que nos libra a los
latinoamericanos del español peninsular y hace de la lectura una experiencia más
que gozosa, que esperamos se repita.
Publicado en La Gaceta Literaria, 19/10/2025

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