jueves, 4 de octubre de 2012

Autobiografía de Claude Lanzmann



 


Epónimo se le llama al término que por mérito propio termina designando un concepto más amplio. Es lo que ocurrió con la palabra “Shoah”, que acabó reemplazando a “Holocausto” a partir de la película a cuya realización Claude Lanzmann consagró doce años y en la que nos mostró el sentido profundo de la palabra “memoria” como imperativo categórico de la búsqueda y transmisión de la verdad. Y es a partir de un uso personal del término “encarnación” que, alejado del sentido teológico, habla de una posición subjetiva de estar en el mundo no como testigo sino atravesado por él, que encaró su trabajo como cineasta, profesor de Filosofía, periodista o director de Les Temps Modernes a la muerte de su fundador, Jean Paul Sartre.
Militante fervoroso contra la pena capital en el país inventor de la guillotina, Lanzmann abre su autobiografía con diferentes escenas de condenados a muerte en este último siglo, donde los combatientes argelinos, los conjurados contra Hitler, las víctimas de los procesos de Moscú, los decapitados a sable por el ejército japonés, los condenados al garrote vil en la España franquista o los rehenes degollados en Afganistán bajo la ley islámica muestran los rostros del espanto: una máscara trágica que los iguala como iguala a los verdugos su desprecio por el otro.
Habiendo experimentado desde chico el antisemitismo (sus padres eran migrantes del este de Europa), organizó la Resistencia en su secundario, en la zona de Auvernia (patria de Vercingétorix, otro héroe de la resistencia gala), uniéndose a los maquis contra el ejército alemán. La cuestión del valor y la cobardía lo constituyó y, siguiendo la afirmación de Hegel de que el amo ha llegado a serlo por haber puesto su vida en juego en lugar de haberse sometido a ella como el esclavo, se pregunta cómo pudieron soportar la vida los miembros del Sonderkommando (judíos elegidos en los campos de exterminio para trabajar en las cámaras de gas y en los crematorios) y encuentra en los jóvenes integrantes del ejército israelí una mística que los distingue de los ejércitos mercenarios.
Pero no fue sólo la lectura de Hegel la que lo llevó al convencimiento profundo de la libertad engendrada en la falta de miedo: para la realización de la película sobre el Estado de Israel, Tsahal, voló en un caza a 2.500 km/h con pilotos de élite; durante la Guerra de Argelia convivió con miembros del Frente de Liberación Nacional bajo las bombas francesas; junto a Jacques Cousteau, se sumergió en el océano para la escritura de su famosa enciclopedia del mar y las innumerables anécdotas que se suman en frases subordinadas nos muestran a un hombre de letras y de acción propio de la modernidad y de un mundo en que la política era entendida como lucha de clases y no como tecnocracia.
Si la memoria recorta, elige, edita, difícil tarea la de escribir su biografía para un espíritu ávido por saber, conocer y experimentarlo todo. Uno de los momentos que subraya es el encuentro con Sartre y especialmente con Simone de Beauvoir, con la que convivió siete gloriosos años de su vida. El amor generoso y libre, las lecturas infinitas, las causas políticas compartidas, el interés por el mundo fueron el sustento de una relación atravesada por el campo intelectual francés de posguerra, que tuvo como figura central a Sartre, al que exalta hasta la devoción. Compañero de estudio de Deleuze (que no sale bien parado), alumno de la plana mayor de la filosofía francesa, su casa materna fue tanto salón literario como asilo de combatientes argelinos.
Si elige no convertirse en un periodista profesional, es para alcanzar un estado de comprensión del personaje que le permita extraerle su verdad. Así encaró el documental sobre el exterminio judío que transgrede los presupuestos del género (sin voz en off ni material de archivo) con el que se propone hacer una película que sea la Shoah y no que trate sobre ella. Después de escuchar cientos de testimonios, se encontró con lo que se convirtió en el tema de su película: las cámaras de gas, de las que nadie había salido vivo. Los miembros de los Sonderkommandos, testigos de la muerte de su pueblo, tanto como sus asesinos, debían ser los protagonistas, los únicos capaces de encarnar el relato de los últimos momentos de los millones que jamás se enteraron del nombre del lugar adonde los deportaron ni el destino que les esperaba. Los gestos del maquinista que trasladaba a los judíos al campo de Treblinka, sostiene, son más elocuentes que todo lo escrito acerca de la Solución Final. Los peligros que enfrentaron para hacer hablar a los criminales nazis o la elaborada operación de montaje que duró cinco años y con la que se construye el sentido del film nos dan una idea de la monstruosidad de esta obra de nueve horas y media.
“Quien ha sido no puede ya en adelante dejar de haber sido” se lee en una fachada parisina, y Lanzmann la asume como ethos, es decir como punto de partida pero también como modo de comportamiento, según la define el diccionario de la RAE.

Publicado por diario Perfil 11/06/11

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