Entrevista a Luis Chitarroni
Luis Chitarroni es, definitivamente, uno
de nuestros críticos más excéntricos. Después de aprender el oficio de editor
en Sudamericana con un maestro de lujo, Enrique Pezzoni, armó su propio
proyecto editorial, La bestia equilátera, donde construyó un catálogo a la
medida de un refinado caballero inglés.
Es autor de las novelas El carapálida y Peripecias del no; los cuentos de La noche politeísta; los libros de crítica Siluetas; Los escritores de los escritores; Mil tazas de té y Breve historia argentina de la literatura
latinoamericana (a partir de Borges) y de la recientemente publicada Pasado mañana, una selección de sus
artículos críticos escritos en las últimas décadas, y editada por la
universidad Diego Portales.
Del título, afirma que es un homenaje a
su proverbial morosidad para entregar un material que le llevó, a quien tuvo a
su cargo la edición, Ignacio Echevarría, un año lograr ordenar.
Suerte de summa crítica, sus páginas construyen una cartografía infernal de sus
intereses, en la que nos enfrentamos a una escritura barroca, con abundancia de
subordinadas, erudita y ecléctica. Un “caos elegante”, como define al orden de
su biblioteca, en el que tanto pueden entrar constelaciones enteras de nombres
del policial anglosajón como la historia nunca contada del rock de los 70, y que
se desmarca programáticamente de los gustos de la época que le toca transitar.
¿Cómo
surgió la idea de este libro?
Como todos los libros de esta colección,
Huellas, la idea es de Matías Rivas, el editor. Míos fueron solo la compilación
y el título. Le pedí a Ignacio (Echevarría) que tratara todo como si fuera
material póstumo, para que requiriera de mí la menor intervención posible y, a
comienzos de 2019, casi era póstumo de veras. Tuve que someterme a una
operación cardíaca, efecto de un infarto silente o blanco, como lo llaman con
mallarmeana pureza, pereza o presteza.
¿El
hecho de que no se hayan incluido las referencias del lugar y el año en que se
publicaron estos textos a qué se debió?
Creo que la idea de no anunciar las
fuentes fue un acto de negligencia de mi parte, pero se trata de suplementos o
revistas que me pidieron alguna colaboración. Como la mayoría de los críticos,
de Nicolás Rosa a Frank Kermode, puedo jactarme de una pobreza que me impide
decir no ante la menor insinuación de
trabajo, que, por supuesto, y como insistía Dylan Thomas, “es la muerte sin
dignidad”. Conjetural, Ñ, Radar, alguna publicación chilena o mexicana, excepcionalmente
española o francesa.
En
el prólogo hay una cita de Benjamin que habla de una posición de anacronismo
del crítico en relación a su tiempo. ¿Qué le permitiría al crítico registrar de
su contemporaneidad esa posición?
El anacronismo ayuda a leer con un gusto
ajeno a las convenciones, algo que a menudo le proporciona un gusto “prestado”.
Toulet, Valéry, Lampedusa o Machen, Starobinski, Poulet, Joaquin Kalka, Galen
Strawson, Michael Schmidt… son críticos que se resbalan por aquí o por allá. El
monoteísmo de la crítica es algo que me desalienta. Como contemporáneo, trato
de elegir la postura del duelista y me pongo de espaldas a un adversario
inventado, el dispuesto a complacer los halagos de la doxa. No es un duelo a volonté.
¿Sos un crítico elitista?
Gracias por esa halagadora precisión y
condescendencia. Soy solapada o no tan solapadamente elitista, dicho sin ironía,
con afectada delectación. Queda mal decirlo: hay que abrir los brazos hoy a
cualquier conformismo, ¿no? Creo que la lectura nos ahorra ciertas pleitesías y
aumenta los intereses de otras deudas que no quisiéramos pagar. Si yo dijera
que mi mejor ejemplo crítico es el por momentos muy estúpido Duc de Saint
Simon, no estaría diciendo rigurosamente la verdad, pero preferiría esa arrogancia
a someterme a ciertas gansadas, como muchas zonceras de toda laya que desfilan
disfrazadas de novedades.
Recorriéndolo pareciera que hubieras nacido como lector con una idea definida de lo que es la literatura para vos. ¿Cómo fue tu itinerario como lector?
Las lecturas infantiles sin reemplazo: de
Fenimore Cooper a Mark Twain. Uno odiaba al otro, como se solicita. Poca
literatura en castellano entonces, ya que los niños se resisten al
aburrimiento. Ni Juana de de Ibarborou ni Germán Berdiales. Verne a raudales
más que Salgari, favorito de mi papá. Descubrimiento, gracias a mi hermana, de
lo que es una traducción. Biografía de los Beatles de Hunter Davies,
horriblemente traducida, pude advertir. El Quijote obligatorio del que el amor
de mi papá no me dejaba escapar. A velar armas, a conocer a Cide Hamete
Benengeli, a gobernar la ínsula Barataria. Arlt, Borges, después y, en el
colegio, Cortázar. Dos libros de crítica que me abrieron los ojos (o me los
cerraron definitivamente): Criticar al
crítico, de Eliot, y El ABC de la
lectura, de Ezra Pound, leídos con la ferocidad adolescente de la
apropiación.
En tu cartografía está el policial anglosajón, está Borges, centralmente, está Aira, como genio tutelar de lo que llamás tu generación, están algunos escritores que integran el catálogo de La bestia equilátera. ¿Qué es lo que encontraste en ellos?
En muchos policiales ingleses, la
solución de que los principales sospechosos fueran, aparte de los descartados
mayordomos, los editores o los asesores literarios, como se dice en alguno de
los artículos de Pasado mañana. El
absorbente propósito de que el investigador fuera un personaje extravagante,
como el Nigel Strangeways de Nicholas Blake, inspirado en Auden. Study in Scarlet, de Conan Doyle, en la biblioteca de La Nación, traducido La mancha de sangre, Poirot en esas
ediciones de El molino, con sus ilustraciones hiperrealistas son manchas
imborrables en la memoria… De La bestia hay poco, creo. Viejos fanatismos como
Arno Schmidt, o advenimientos como el Lewis de El caballero que cayó al mar. En realidad, los libros de La bestia
fueron armando su propia órbita, y la ilusión de una galaxia de autores que
complazca el gusto de todos, sencillamente se desvanece cuando alguien no la
comparte, como ocurrió con autores que dábamos por sentado que enriquecían el
catálogo y terminaban vendiendo poquísimos ejemplares, como Schmidt, Machen o
Szell. La idea misma inicial tuvo que ser modificada, porque yo daba por cierto
que Kurt Vonnegut había sido ya leído, por ejemplo, por todos los lectores. La
bestia equilátera comenzó en un momento en que pocas traducciones se hacían
acá. Hoy, hay nuevas traducciones argentina de Kafka, de Beckett, de Queneau,
de Vian, de Burroughs. Ese es tal vez el mejor legado -inmediato- de La bestia
como editorial.
¿Qué lugar ocupan Arlt, Puig o Saer en esta cartografía?
El
juguete rabioso y El arte de narrar, dos de mis libros favoritos. El peso de Puig no
es literario, como una bendición convertida en gualicho, toda una idea de lo
narrativo exento del fetichismo de las palabras. Como en María Martoccia, una
excelencia a la que no puedo acceder ni aspirar. Yo soy verboso, trabado.
Los escritores de las provincias que no son leídos desde Buenos Aires ¿tienen posibilidad de caer en tu radar?
Santa Fe y Rosario están desde siempre,
con su caudal simpático y adverso, en mi sangre. Charlie Feiling había nacido
en Rosario, ¿no? El último Falcon sobre la tierra, de Juan Ignacio Pisano (publicado por Baltasara editora),
se las arregló para llegar hasta mi mesa de lectura. Y Angélica Gorodischer, otra santafesina a quien yo admiraba
desde Las pelucas, creo que su
primer libro.
¿Le debemos al grupo de Shangai (al que Aira le dedicó un homenaje en la novelita “El volante”) haber podido conocerlo?
Dudo que El volante haya sido un tributo al grupo Shanghai, del que los
viajeros en elefante habíamos sido pa(sa)jeros de cierta revista de duración
efímera. Con paranoica certeza, creo que Aira tenía en ese momento la idea de
que las generaciones que veníamos después éramos, por supuesto, más haraganas
de lo que la literatura se merece. La actividad de “Los escritores” de El volante consiste solo en asistir a cocktails y vernisages. Era el pensamiento común sobre nosotros, Shanghai,
Babel o como quieran acorralarnos.
Aira es airano cuentapropista y
contrapuntístico. Su Borges, a esta altura, es un helicóptero que danza con la
música del tiempo impuesta por Lautréamont. La definición de Borges es un
efecto de la época, en ese sentido el tiempo no hace otra cosa que deteriorarlo,
dejando a la vista sus espumarajos retóricos, como los de Lugones, y con una
ideología análogamente trasnochada. Pero uno dura aquello que dicta que dure su
estado de lengua. El Borges conceptual que adoro está a la vuelta de la
esquina, en pocas ficciones, en la mayoría de sus ensayos y, tal vez de un modo
redundante, en Bustos Domecq.
Si hay algo que no te falta es erudición, investigación, intervención cultural, interdisciplinariedad. ¿Qué te diferencia de la crítica académica?
Mis desprolijidades, en todos los sentidos.
Mis desproporciones, mi falta de escrúpulos sedentarios en las literaturas
nacionales. Mi prolijidad en el sentido más español, las proporciones
perversas. Mi exceso de escrúpulos cuando se trata de “establecer” una tradición
esquiva.
Y para el final: ¿Los Beatles o los Rolling Stones?
Los Beatles son la infancia en el barrio,
como quise proyectar en El carapálida.
Como si el barrio fuera Rosario, Liverpool a medida. Cada uno de los
pormenores, no la historia para fans a quienes les importan las exterioridades
que suelen sacralizarse. La música de Wonderwall,
música de Harrison, film guionado por Cabrera Infante. Los libros de Lennon,
elogiados [presuntamente] por Sam Beckett, el hecho de que produjeran en Apple
los primeros álbumes de John Tavener. Pero los Stones me obsesionaron también,
hasta Exiles on Main St., y con
ciertos detalles de “Vidas paralelas”: Beggar’s
Banquet, Performance (Jagger/Borges).
Tuve la suerte de conocer a Andrew Oldham, productor de los primeros cinco o
seis discos, un verdadero peatón de la psicodelia, que me reveló detalles de la
primera época, como que a Brian Jones, Shelley en Hyde Park -nunca una leyenda
con tan pocos elementos: la mejor melena del rock- lo llamaban, entre ellos,
“Moll Flanders”.
Pasado mañana
“Un ejercicio de extenuación en diversas causas perdidas, personales, literarias o editoriales.” Así define su autor a esta selección de columnas, reseñas y algunos trabajos de mayor alcance sobre escritores que, contra toda pretensión de neutralidad, integran su grupo de pertenencia y que tiene en la “digresión controlada” su principio constructivo. Un mecanismo que le permite dar rienda suelta a las hipótesis e ideas que le provocan las innumerables lecturas que despiertan su interés.
En él se vislumbra una continuidad en el
tiempo, una coherencia en sus posiciones estéticas, y un recorrido con pocas paradas
pero que exhiben un conocimiento muy exhaustivo de cada una de ellas.
En el centro de su mapa estará Borges y
ese ser bifronte que forma con Bioy, para enarbolar una solitaria defensa del
diario de Bioy, Borges, que tanta
controversia generó. En la misma serie, Aira, presidiendo el campo de la
literatura argentina alrededor del cual se posicionan amigos y enemigos
literarios.
Estarán Fogwill y su sádica atracción,
Viñas como contrafigura del Cortázar de exportación o los escritores ligados al
grupo de Babel cosechando la indiferencia del público.
El policial anglosajón, que en manos de
este autor se convierte en un universo en expansión, será otra de sus
obsesiones, tanto como la traducción como un modo de habitar la literatura y
muchos, muchos nombres que para la mayoría de los que nos dedicamos a la
lectura, resultan desconocidos.
Este libro nos habla de los gustos de un
escritor que ha elegido darle le espalda a las modas intelectuales, para
construir una suerte de arqueología literaria en un sentido amplio, aquél que
no olvida que la traducción, la edición, la crítica, el ensayo y hasta los
perfiles de escritores constituyen lo que, por convención, llamamos literatura,
“una invención crítica cuyos peores enemigos son los escritores”.
Publicado en La capital de Rosario, 3/1/21
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