A veinte años del “19 y 20 de diciembre de 2001”
"Mano con mano. Darío y Maxi" Florencia Vespignani, 2002 |
Analizar un acontecimiento histórico cuyas consecuencias perviven en el presente requiere de una mirada distanciada. Veinte años puede ser el tiempo necesario para reflexionar sobre aquellos años en que todo el sistema de representación política fue puesto en cuestión y la calle se convirtió en el territorio donde recomponer los lazos sociales.
Asambleas barriales e
interbarriales, fábricas recuperadas, comedores populares, clubes de trueque,
calles renombradas por sus vecinos y un largo etcétera fueron el campo de
experimentación de una gran cantidad de colectivos artísticos que, interpelados
por la urgencia política, produjeron obras donde el límite entre el arte, la
vida y la política, una vez más, se volvió poroso. Y por primera vez, muchas de
estas expresiones artísticas llegan a una institución oficial.
Por estos días y hasta el 27 de
febrero de 2022, el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti está llevando
adelante la muestra “19y20”. Una de sus curadoras, Natalia Revalle, cuenta que
fue armada con obras que en muchos casos eran efímeras y que fueron
reconstruyendo con archivos que estaban en propiedad de los mismos artistas y organizaciones.
“Las obras están organizadas por diferentes ejes temáticos: el capital
financiero; el cuestionamiento del trabajo; la memoria; las místicas; los
territorios; la violencia institucional y lo que llamamos el hambre cultural,
en referencia a todos los tipos de hambre, pero también, a la crisis de
representación que sufrieron las instituciones culturales que hizo que el
escenario artístico se corriera a la calle.”
La muestra incluye podcast que el
público puede levantar y llevarse, con las voces de muchos de los que participaron:
artistas, colectivos y actores sociales, en sintonía con el espíritu de esa
época y conviene seguir un recorrido cronológico para captar el proceso que
desembocó en las jornadas de diciembre del 2001 y sus alcances posteriores.
Leer los grandes paneles colgados con
los principales acontecimientos que se sucedieron, año a año, es traer a la
memoria una década vertiginosa de nuestra historia y entender el acontecimiento
entramado en su contexto global, que se podría resumir de este modo:
Desde el levantamiento del EZLN, el
1º de enero de 1994, el “efecto Tequila” y el Pacto de Olivos; el asesinato de
Víctor Choque y Teresa Rodríguez y la fundación de H.I.J.O.S.; el asesinato de
José Luis Cabezas y la instalación de la Carpa Blanca Docente; el surgimiento del
movimiento piquetero en Tartagal y Mosconi; la quiebra del Banco de Mayo y el
Banco Patricios y el suicidio de Alfredo Yabrán; la venta de YPF; la rebelión popular
contra la privatización del agua en Bolivia; el escrache a Alfredo Astiz en
sede judicial; la renuncia de Chacho Alvarez; el asesinato de Aníbal Verón en
un corte de ruta, para desembocar en el 2001, el año donde se concentraron,
como en un aleph, el Primer Foro Social Mundial en Porto Alegre, el atentado a
las Torres Gemelas y la posterior invasión de EE.UU. a Afganistán; la toma de
la Fábrica Zanón; las elecciones legislativas en nuestro país con un 24% de
votos en blanco; el default; el corralito; el decreto del estado de sitio,
hasta las jornadas del 19 y 20 de diciembre donde, producto de la represión, murieron
39 personas en todo el país.
A partir de ahí, hubo movilizaciones
autoconvocadas cada viernes que confluyeron en la Asamblea Interbarrial de Parque
Centenario y los cacerolazos se multiplicaron; se produjeron el golpe de Estado
contra Chávez; el desalojo de la fábrica Brukman, el asesinato de Maximiliano
Kosteki y Darío Santillán y el triunfo de Lula en Brasil. La Guerra de Irak;
las elecciones anticipadas donde resultó electo Néstor Kirchner; la anulación
de la Ley de Obediencia Debida y Punto Final; la guerra del gas en Bolivia y la
consecuente renuncia de Sánchez de Losada; el asesinato de Martín Cisneros,
militante de un comedor popular; el incendio de la discoteca Cromañón donde murieron
194 jóvenes; la reapertura de los juicios por crímenes de lesa humanidad y el
triunfo de Evo Morales en Bolivia hasta el 2006, el año de la segunda
desaparición de Julio López.
A comeeerrr... Natalia Rizzo, 2001
Este es el contexto donde se
gestaron las intervenciones político-culturales que integran la muestra, como
las novedosas performances que denunciaban las privatizaciones y los ajustes, entre
las que se destaca la llevada adelante por “Las chicas del chancho y del
corpiño” que instalaron un corpiño gigante en el centro de la ciudad de
Córdoba, en respuesta al discurso del gobernador Angeloz, que insistía en que
“hay que ponerle el pecho a la crisis”.
La agrupación H.I.J.O.S.,
constituida en el cruce de la acción política y la performance, con sus famosos
carteles que invierten la señalética oficial, armaron un mapa con las casas de los
genocidas y los Centros Clandestinos de Detención. Su aparición en la escena política
le permitió al teatro, por primera vez, personificar a genocidas.
El diseño de remeras, una producción
del Taller Popular de Serigrafía, un colectivo nacido de las luchas sindicales,
como la de los trabajadores del subte por las seis horas de trabajo, que tuvo consecuencias
a la hora de repensar el trabajo. Una de sus integrantes, Karina Granieri, recupera
el carácter utópico de estas intervenciones. “Hacíamos manifiestos de las grandes
conquistas por venir, testimonios que conformaron una estética de la urgencia
muy interesante para pensar ese proceso, no tanto en términos de resultados
sino de potencia.”
La denuncia del hambre, con la
instalación, en Córdoba, de una mesa de 50 metros y las marchas con cucharas y
tenedores hechos en la fábrica IMPA, como forma de evidenciar las
materialidades de las fábricas recuperadas, con el telón de fondo de los
incontables comedores populares que se abrieron en esos años.
En el 2002, el grupo Etcétera llevó
a cabo una convocatoria escatológica: el “Mierdazo”, con la instalación de un inodoro
gigante frente al Congreso. “Que se vayan a la mierda” podía leerse en alguno
de los carteles que, en el contexto de la debacle económica, remitía a su vez a
lo que Marx llamaba “la mierda del dinero”.
Del colectico Arde! es la escultura
esférica hecha con alambre tejido recubierto con balas y cartuchos de escopeta
vacíos, que el 26 de junio de 2005, cuando se cumplían tres años de la Masacre
de Avellaneda, se utilizó como cabeza de la marcha que se hizo en su
conmemoración.
Y el registro audiovisual de las asambleas
y las fábricas recuperadas como fue el caso emblemático de Brukman, junto con los
festivales en los que se vendían pañuelos fabricados por sus trabajadoras intervenidos
por artistas, para sostener el fondo de huelga. Para Nicolás Pousthomis, el autor
de algunas de las fotos que integran esta muestra, el registro que tiene de esa
época, a pesar de su oficio, es sonoro. Lo que recuerda es el sonido: los
golpes contra las cortinas metálicas de los bancos, las murgas, las voces, las
consignas. “Fue un momento puramente físico”, sostiene.
La imagen desoladora, multiplicada
en el sténcil, de la foto que salió en todos los diarios de Darío Santillán
pidiendo a la policía que pare de disparar, con Maximiliano Kosteki en el piso,
durante la represión en la Estación Avellaneda, hecha por Florencia Vespignani,
una integrante del movimiento piquetero, tiene, como no podía ser de otro modo,
su lugar en esta muestra.
"En caso de represión rompa el vidrio", Arde!, 2002
Y la literatura, con otros tiempos
de elaboración de su material, no fue ajena a este clima de época. Algunos de
los títulos publicados los años siguientes dan cuenta de la diversidad de
registros con los que se abordó este momento histórico: novela, crónica,
poesía, ensayo, relato policial o de ciencia ficción.
Uno
de las mejores novelas sobre el tema fue, sin duda, El grito, de Florencia Abbate, publicada en el 2004, donde la
pregunta sobre cómo narrar el estallido social, se resuelve sin apelar a una
mirada condescendiente ni al documentalismo y, lejos de agotarse en esta
cuestión, ofrece el relato de cuatro historias relacionadas entre sí y
dispersas, como cuatro fragmentos de un cuerpo estallado.
Lo
que las une, además de la referencia directa al cuadro de Edvard Munch, es la
mirada sesgada de sus protagonistas, que pone en escena una subjetividad en
carne viva, como las imágenes descarnadas de la pobreza a la que nos vimos
enfrentados.
Pedro
Mairal, por su parte, en El año del
desierto, del 2005, planteaba una hipótesis acerca del destino de la
Argentina como un eterno retorno hacia ese tópico de nuestra literatura, el desierto,
como pesadilla recurrente.
Claudia
Piñeiro, con Las viudas de los jueves,
la revelación del año 2005, narró la otra cara de la historia, la caída de una
clase enriquecida al amparo de la burbuja financiera.
En La intemperie, de 2008, Gabriela Massuh enhebra
el sentimiento de la pérdida amorosa con la fragilidad de una sociedad frente a
un contexto social colapsado, y cómo, poco a poco, los sobrevivientes, echando
mano a los propios recursos, logran enfrentar la intemperie.
Desde
la poesía, Diana Bellessi, en La rebelión
del instante, del 2005, intenta apresar la fugacidad del presente, poniendo
a circular la palabra
de uso común, en boca de todos, convertida en poesía. Y
fue la palabra circulando democrática y horizontalmente (que es el sentido de
“parábola”, de la cual proviene), dice Ivonne Bordelois, en Del silencio como porvenir, publicado en
el 2010, la
que sostuvo a sus ciudadanos mientras el país se quebraba.
Pero hubo una consigna que sintetizó
este momento-bisagra: “Que se vayan todos”, a la que María Moreno definió como
“un haiku, una condensación extrema de sentidos múltiples y de fecundas
resonancias” en La comuna de Buenos Aires,
el libro donde recopiló las entrevistas que hizo en esos años calientes. Una
exigencia radical que es una pregunta por los fundamentos de la representación
política, por la participación, por la transformación y una apuesta por la
autogestión de la que este mismo diario es uno de sus herederos.
Publicado en Tiempo argentino, 10/12/2021
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