Anagramas
Célebre entre sus lectores argentinos,
quienes comparten su nombre como una contraseña, llega a nuestro país la
primera novela de Lorrie Moore. A medio camino entre sus cuentos (con comienzos
in media res y finales que se
desvanecen en una aparente trivialidad) y sus textos posteriores, esta novela
se desentiende de la idea de estructura perfecta para nombrar, como le gusta
decir a su autora, aquellos hechos de la vida que nunca cierran, sino que
llegan y pasan, dándonos, apenas, un respiro.
Hay una mujer, Benna, un
hombre, Gerard, una amiga, Eleanor, una hija, Georgianne, un alumno devenido
amante, Darrel, y algunos pocos personajes secundarios más. Y el hilo que los
une, delgado y firme a la vez, será el que recorre cada una de las formas que
asume el amor -erótico, filial, fraternal- para marcar los bordes de una
subjetividad femenina.
Benna, una mujer que “luego de
pasar cuatro minutos en cualquier conversación siempre lograba decir la palabra
pene” es, en el primer relato, una cantante de clubes nocturnos cuyo vecino
Gerard la ama sin remedio. Sus departamentos, como siameses, unidos por una
pared del baño, devienen el territorio de la exclusión amorosa.
En el segundo relato, Benna será
una profesora de aerobics para “adultos mayores”, ama a Gerard, un músico más
interesado en tocar su piano que a ella y que, como espejo invertido del relato
anterior, “vive del otro lado del pasillo de su corazón.” Un nódulo en el pecho
que se transforma en un embarazo fallido será la cifra de una travesía por el
cuerpo femenino que se convierte, en el relato siguiente, en una hija
imaginaria.
Como en un juego de espejos Benna
será, en el texto más extenso, una profesora universitaria cuyas clases de “lectura
y escritura de poesía” son el espacio donde desgranar su arte poética. Y aunque
piensa que enseñar es “como San Francisco predicándole a los pájaros”, instiga
a sus alumnos a hacerse preguntas, los conmina a “ir de safari, salir y mirar, cazar
y traer a la jaula de la página la cosa viva más maravillosa del mundo” y les recuerda
que el poema es un salvavidas en el que hay que elegir qué palabras van a
sobrevivir, mientras les recita el más sublime poema de amor desesperado que es
el Cantar de los Cantares.
Con un humor filoso y
autoirónico dirigido al colectivo de las mujeres, pasa de la primera persona a
la segunda, otro de los modos de involucrar a sus lectores. Conocedora del
poder de las palabras (y de la palabra poética en especial), busca en el
diccionario nuevos sentidos que, por contigüidad, surgen de ellas, así como los
equívocos y malentendidos le proveen pistas para llegar al hueso de sus
personajes. Y con una prosa que hace de la metáfora el procedimiento con el que
“salir de safari” logra incorporarlas estructuralmente al texto (“No, digo, con
la duda en mis labios como frente a un desayuno viejo”) y construye personajes
que, a falta de una definición mejor, llamaremos reales.
Y si piensa su escritura como
una mezcla de Virginia Woolf “donde toda la vida humana es suspendida de
repente y se desvanece” pero rematada con un chiste, los materiales con los que
la construye -escenas de la vida plebeya norteamericana, citas conocidas de
Shakespeare, algún verso escondido de Bob Dylan y frases de El mago de Oz- la convierten en una
suerte de Manuel Puig de la academia norteamericana.
Pocas autoras tienen una
conciencia tan clara de lo que mal se llamó “escritura femenina”. La hija que
Benna imagina para su solitaria vida, “una de las pocas formas decentes de
traer alguien al mundo”, habla de lo que planteaban las pioneras del feminismo
acerca de la obra, para una artista mujer, como sustituto de los hijos.
Work in progress o anagrama de un
relato posible, esta primera novela de Lorrie Moore la muestra, sin dudas, en su
mejor versión.Publicado en diario Perfil, 24/5/2020
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