lunes, 3 de diciembre de 2018

Maldita herencia

Cameron

Resultado de imagen para cameron ronsino

Si los géneros literarios son una hipótesis acerca del funcionamiento de lo social, el corto siglo XX -el más violento en lo que llevamos de historia- vio el nacimiento de la nouvelle, una forma narrativa ligada al secreto, al que Ricardo Piglia vincula con la máquina estatal y el poder político: aquel que sabe y oculta y a la vez hace hablar.
Pero además es una estética del “caso” (policial, clínico, psicológico) y se ciñe a los dramas silenciosos que ocurren en una mente individual. Cameron, el último título de Hernán Ronsino, inscripto en esta rica tradición (de la que la literatura rioplatense dio altísimas muestras) consigue sacar provecho de una estética que hace de la ambigüedad provocada por un punto de vista sesgado, el espacio ideal para abordar -y darle una vuelta de tuerca- al transitado tema de la violencia setentista.
Cameron, el protagonista de esta historia incierta, último heredero de una estirpe patriótica, habita una zona restringida dentro un paisaje nevado donde contrastan los barrios acomodados junto al río con el barrio del Alto, el territorio de los pobres. Nombres criollos, indígenas y alemanes, junto con estaciones propias del hemisferio norte completan este espacio deslocalizado que tanto podría tener como referencia a Bariloche como a Alemania, dos zonas unidas por lazos políticos y que resultan intercambiables.
Con un poder visual que objetiva la realidad, el género (del cual este texto parece tener una clara conciencia) tiende a la condensación y pone el énfasis en el detalle significativo, por lo que tiene un notorio parentesco con la poesía -“una idea cristalizada sostenida por un buen ritmo” según el protagonista- tanto como con aquellas estéticas vinculadas al cine como el objetivismo, por ser un género ligado con la percepción.
Y en esta historia los objetos adquieren peso y, como la palabra poética, al replicarse, significan. Son indicios de una información misteriosa que se va develando poco a poco. Hay una pierna ortopédica que circula por la ciudad, un traje celeste colgado desde años atrás, un círculo que forman las luces del barrio Alto, un Puente de Hierro (que remite a Puerta de Hierro, una alusión a la derecha peronista), un locutor de radio que trafica poemas entre rutinarios avisos publicitarios, un muñeco tirado al río todos los 16 de diciembre en homenaje a un poeta de culto, un hombre que mira obsesivamente desde una ventana, un aeropuerto abandonado, la luz del día que comienza, una mujer desnuda en un departamento en Japón, junto con frases que se repiten hasta autonomizarse y adquirir una densidad pétrea.
Los dobles, los paralelismos, todas las formas de la repetición le pertenecen a este género que coquetea con el fantástico pero que se ciñe a lo real y que este texto trabaja enrareciéndolo hasta lograr una perturbación del referente: la historia del genocidio argentino desde el punto de vista de sus perpetradores. Una historia que va desgranando información monstruosa entre sueños empastillados donde pornografía y tortura se tornan escenas reversibles y el número treinta mil se desprende de una libreta de enrolamiento como signo político.
Shklovski sostenía que la idea central de la nouvelle es que cada uno tiene una existencia doble que nos hace sentir vergüenza de nosotros mismos. Y en las narrativas argentinas de post dictadura es donde Elsa Drucaroff encuentra una figura especular, la del fantasma a la que lee en relación con la culpa de una generación que se crió con el fantasma de los desaparecidos deambulando entre ellos.

“La huella es la memoria de una ausencia” repite el protagonista mientras ve a una muchacha alejarse irremediablemente, en un final que homenajea a Onetti y que inscribe este texto en una de las mejores tradiciones narrativas que nos dio la lengua española.

Publicado en diario Perfil, 11/11/2018

No hay comentarios:

Publicar un comentario