lunes, 3 de diciembre de 2018

Dialéctica del amo y del esclavo

Jauría

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Difícil resulta caracterizar a una novela en la que la acción se pospone hasta convertir al tiempo en un círculo perfecto y el misterio a develar es poco más que una fantasía que ocurre en la mente de un obsesivo, como un exponente del policial negro, como indicaría su pertenencia a la colección “Negro absoluto” dedicada a este género. Pero ya se sabe: el efecto de lectura puede convertir cualquier novela en un policial, como lo demuestra la lectura que hace de Edipo rey un policial avant la lettre, en el que el asesino y el detective son la misma persona. Quizás, por su construcción formal, esta primera novela de Fernando Chulak se acerque más a otro género, pariente del anterior, el terror, donde, en un escenario de provincia, dentro de una casa solitaria y silenciosa, la violencia agazapada se revela como una amenaza latente.
Y en Jauría –título que remite a David Viñas y que instala la novela en una línea de la tradición literaria argentina- un criador de perros de riña, Sergio, recibe la orden de un dudoso jefe, Nelson, de “guardar” a un tal Fonseca en su casa, en las afueras de Epecuén, un pueblo de la llanura bonaerense con una historia propia de decadencia y desidia política que la convierte en el escenario perfecto para unos personajes al borde de la normalidad.
Los días transcurren –para ser más precisos, 420 en total- en una sucesión de pequeños actos que en su repetición logran detener el tiempo y tensar la cuerda de una relación que poco a poco va revelando la crueldad que habita a sus protagonistas y de qué lado de la cuerda se encuentra, finalmente, el ganador.
Sergio, quien de muy joven descubrió su atracción fatal por la ferocidad entrena dogos para unas peleas ilegales que nunca llegan potenciando la ansiedad y la furia de las bestias y la suya propia. Fonseca, su perfecto antagonista, dueño de un autocrontrol exasperante, que a fuerza de gestos silenciosos repetidos ritualmente pareciera tener la existencia improbable de un fantasma, escribe, durante la hora diaria permitida, frente a la pantalla de una computadora, el mismo texto todos los días. Pronto descubrimos que se trata del relato del día en que se enteró de la muerte de su padre, un día de comienzos de 1974 -el año de publicación de la novela homónima de Viñas- y el año que terminó siendo la antesala del período de mayor violencia política en la Argentina, cuando la muerte de Perón desató los demonios que poco tiempo después se instalaron en el propio aparato del Estado.
Y a pesar de las referencias explícitas a un momento tan vertiginoso de la historia política argentina, el texto se desentiende de los hechos para narrar con mucho detenimiento el proceso, el hacer en su materialidad. El acto de la escritura en toda su gestualidad -el movimiento de manos, ojos y cuerpo- resulta mucho más relevante que lo narrado, que, como las miles de hojas tipeadas por el protagonista de El resplandor, repiten el mismo texto. Un arte poética que el texto exhibe una y otra vez, como cuando el protagonista describe su música preferida, aquella en la que se puede escuchar el sonido del rasgueo de las cuerdas más que la música, la producción más que el producto, en términos literarios, la enunciación por sobre el enunciado.

Con un final explosivo que desata toda la ira contenida a lo largo de cuatrocientos veinte días, la violencia desquiciada de bestias y hombres preparados para aniquilar pone en escena un estado de la sociedad contemporánea, en la que las profundas contradicciones no dejan otra salida que “tener huevos o ser fiel”. Dos opciones que, como buena trampa, no son sino una y que corren el horizonte social hacia la derecha y hacia atrás, como el nuevo escenario político latinoamericano y mundial no hacen más que confirmar.

Publicado en diario Perfil, 21/10/2018

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