lunes, 5 de octubre de 2015

Peripecias del yo

La vecindad de la carne

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Nada más aterrador que una conciencia desdoblada observando el paso del tiempo y las transformaciones del propio cuerpo. Un “ejercicio de patopatía” llama el narrador al relato de su vida, donde “no hay trama sino trauma”, con una mirada que registra con la lucidez hipertrófica de un estado alucinado, cada una de las dolencias que, como fotos de un álbum familiar, registran la historia de su vida que se presenta, desde las primeras páginas, bajo el signo de la monstruosidad.
“Una enfermedad contraída en la infancia” es el pasado para este narrador, a quien vemos de niño, aislado, detrás de unos anteojos que lo señalan, como una pieza que no encaja o el desperfecto de una maquinaria, como una suerte de pequeño Woody Allen despojado de comicidad.
Su cuerpo, diseccionado en cada una de las zonas que lo conectan con el mundo, será el objeto de una mirada amplificada que lo convertirá en el centro de un universo, un “modelo ptolemaico” en el que el cuerpo explorado por la medicina será el equivalente del planeta examinado por la paleontología: un cuerpo colonizado por criaturas -“hormiguero de parásitos”- habitantes de grutas interiores, con un sistema hídrico por donde circulan cálculos renales, un circuito de Fórmula 1, su aparato circulatorio o donde la piel -“frontera de un Imperio”- será el lugar en el que hongos y bacterias entablan una guerra con el cuerpo asediado. “Soy un ejército en plena batalla” dirá al recordar su paso por las eruptivas infantiles.
Y como una cinta de Moebius, de la exhibición de su interior, el cuerpo se abrirá a aquello que lo conecta con los otros: la voz y la caligrafía, las marcas de un yo que también mutan y envejecen, y así como enferma del hígado, sufre de “insuficiencia lingüística”, de la misma manera que como los cementerios guardan los huesos de los muertos, encontrará en un manuscrito medieval “osarios de la grafía”. Algo del universo de Felisberto Hernández resuena en este cuerpo fragmentado y esquizoide, en este interior imaginario como un planeta solitario. No en vano la crítica definió a Magrelli como un “atleta del ojo”, de ese lugar donde confluyen la materia y la percepción.
Pero es en sus textos líricos donde se pueden rastrear las marcas de un arte poética que conjuga cuerpo y escritura: “Primero el papel, luego el cuerpo” se lee en uno de los poemas de su primer libro, Ora serrata retinae, donde uno se continúa en el otro. “Hay quien declina sólo con su cuerpo / y entonces duele más la separación” leemos en Ejercicios de tiptología y ya el límite entre lenguaje y cuerpo desapareció por completo.
Y en este, su primer texto en prosa que nos llega traducido al castellano, la serie narrada de sus dolencias (“Veo la enfermedad como una verdadera composición musical”) se encadena mediante procedimientos específicamente poéticos -juegos de palabras, aliteraciones, intertextualidad, citas de poemas propios como incrustaciones, metáforas que dejarán de pertenecer al discurso para integrar la estructura misma de la percepción- con los que construye pequeñas historias que parecen salidas de la galera de un mago. Como la descripción de una lumbalgia como el manto hechizado y frío de una bruja subiendo por su espalda, en un juego de palabras cuyo sentido las notas al pie permiten reconstruir.

Relato erudito que dialoga con la filosofía y la alta literatura europea, de una textura densa y abigarrada, exige, para su traducción, un dispositivo de notas al pie que su traductor, Guillermo Piro, repone generosamente y aunque no sea imprescindible, recomendamos leer, para su mayor disfrute, en paralelo a sus textos poéticos, donde se podrán encontrar esas imágenes que, como un latido, la respiración de un cuerpo insomne o el movimiento del agua son parte de un mismo cuerpo poético.

Publicado en diario Perfil, 4/10/15

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