La vecindad de la carne
Nada más aterrador que una conciencia
desdoblada observando el paso del tiempo y las transformaciones del
propio cuerpo. Un “ejercicio de patopatía” llama el narrador al
relato de su vida, donde “no hay trama sino trauma”, con una
mirada que registra con la lucidez hipertrófica de un estado
alucinado, cada una de las dolencias que, como fotos de un álbum
familiar, registran la historia de su vida que se presenta, desde las
primeras páginas, bajo el signo de la monstruosidad.
“Una enfermedad contraída en la
infancia” es el pasado para este narrador, a quien vemos de niño,
aislado, detrás de unos anteojos que lo señalan, como una pieza que
no encaja o el desperfecto de una maquinaria, como una suerte de
pequeño Woody Allen despojado de comicidad.
Su cuerpo, diseccionado en cada una de
las zonas que lo conectan con el mundo, será el objeto de una mirada
amplificada que lo convertirá en el centro de un universo, un
“modelo ptolemaico” en el que el cuerpo explorado por la medicina
será el equivalente del planeta examinado por la paleontología: un
cuerpo colonizado por criaturas -“hormiguero de parásitos”-
habitantes de grutas interiores, con un sistema hídrico por donde
circulan cálculos renales, un circuito de Fórmula 1, su aparato
circulatorio o donde la piel -“frontera de un Imperio”- será el
lugar en el que hongos y bacterias entablan una guerra con el cuerpo
asediado. “Soy un ejército en plena batalla” dirá al recordar
su paso por las eruptivas infantiles.
Y como una cinta de Moebius, de la
exhibición de su interior, el cuerpo se abrirá a aquello que lo
conecta con los otros: la voz y la caligrafía, las marcas de un yo
que también mutan y envejecen, y así como enferma del hígado,
sufre de “insuficiencia lingüística”, de la misma manera que
como los cementerios guardan los huesos de los muertos, encontrará
en un manuscrito medieval “osarios de la grafía”. Algo del
universo de Felisberto Hernández resuena en este cuerpo fragmentado
y esquizoide, en este interior imaginario como un planeta solitario.
No en vano la crítica definió a Magrelli como un “atleta del
ojo”, de ese lugar donde confluyen la materia y la percepción.
Pero es en sus textos líricos donde
se pueden rastrear las marcas de un arte poética que conjuga cuerpo
y escritura: “Primero el papel, luego el cuerpo” se lee en uno de
los poemas de su primer libro, Ora serrata retinae, donde uno
se continúa en el otro. “Hay quien declina sólo con su cuerpo / y
entonces duele más la separación” leemos en Ejercicios de
tiptología y ya el límite entre lenguaje y cuerpo desapareció
por completo.
Y en este, su primer texto en prosa
que nos llega traducido al castellano, la serie narrada de sus
dolencias (“Veo la enfermedad como una verdadera composición
musical”) se encadena mediante procedimientos específicamente
poéticos -juegos de palabras, aliteraciones, intertextualidad, citas
de poemas propios como incrustaciones, metáforas que dejarán de
pertenecer al discurso para integrar la estructura misma de la
percepción- con los que construye pequeñas historias que parecen
salidas de la galera de un mago. Como la descripción de una
lumbalgia como el manto hechizado y frío de una bruja subiendo por
su espalda, en un juego de palabras cuyo sentido las notas al pie
permiten reconstruir.
Relato erudito que dialoga con la
filosofía y la alta literatura europea, de una textura densa y
abigarrada, exige, para su traducción, un dispositivo de notas al
pie que su traductor, Guillermo Piro, repone generosamente y aunque
no sea imprescindible, recomendamos leer, para su mayor disfrute, en
paralelo a sus textos poéticos, donde se podrán encontrar esas
imágenes que, como un latido, la respiración de un cuerpo insomne o
el movimiento del agua son parte de un mismo cuerpo poético.
Publicado en diario Perfil, 4/10/15
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