Entrevista a Andrés Di Tella
El último libro del cineasta Andrés Di Tella, Prueba de cámara, del que conversó con La gaceta literaria, es un viaje a la infancia y la adolescencia, ese territorio donde se forja la identidad construida a partir de los amigos, las canciones, los libros, las inclinaciones, y a la vez, es un homenaje a las figuras que lo ayudaron a encontrar en el arte sus propias coordenadas.
- ¿Qué es una prueba de cámara?
Es, básicamente, filmar
a una persona para ver cómo da en cámara.
Y Andy Warhol tomó esa idea para hacer una
serie de películas cortas. A cada persona que entraba a su famoso estudio, The
Factory, él los sentaba delante de una cámara, con la instrucción de mirar
hasta que se terminara el rollo, que eran cuatro minutos. Y entonces yo cuento
en el libro el caso de una chica que se pone incómoda, porque cuatro minutos
son eternos, y no sabe cómo posar y se empieza a poner nerviosa y le agarra un
ataque de llanto y se le corre todo el maquillaje, la desesperación total, y de
pronto se le pasa. En el rostro se percibe como si hubiera tenido una
iluminación religiosa o un orgasmo, no sé. Esa película que yo vi de Andy
Warhol a los 18 años me resultó una síntesis del potencial del rostro humano y
que eso también podía ser cine.
- Sos un hijo de las vanguardias del 60 y tuviste la
suerte de vivir en Londres en los 70. ¿Qué le dio a tu trabajo cinematográfico
esta experiencia con la poderosa cultura inglesa?
Yo creo que más que la cultura inglesa era mi familia. Mis padres siempre vivieron rodeados de amigos y entonces en mi casa de Londres podía venir, como lo cuento en el libro, Caetano Veloso, Daniel Cohn Bendit o Fernando Enrique Cardoso, el futuro presidente de Brasil, y nosotros éramos esponjas que absorbíamos todo lo que pasaba.
- Durante la dictadura participaste de los grupos de estudio clandestinos que hubo en Buenos Aires. ¿Cómo impactó la posdictadura en tu vida artística?
Yo había estado en el año 79 unos meses y ahí fui de oyente a una cátedra de Enrique Pezzoni, que daba clases en el profesorado de Letras y eso fue inolvidable, esas clases fueron las mejores de mi vida. Mirá que yo estaba estudiando en Oxford, ¿eh? Después tomé clases con Beatriz Sarlo, durante los años 82, 83 y 84 y antes había estado tomando clases con Josefina Ludmer. Y esa fue la mejor época de mi vida. No, corrijo, creo que fue una época de mucha efervescencia, de descubrimientos. En ese momento era realmente fantástico saber que lo que parecía eterno se derrumbaba. Y el impacto que tuvo en mí todo lo que se empezó a develar de lo que había pasado durante la dictadura, eso fue súper formativo. Cuando hice mi primer largometraje, Montoneros una historia, en simultáneo estaba leyendo a Dostoievsky. Y bueno, era Dostoievsky pero en la vida real, como muy revelador de las contradicciones del alma humana.
- En este homenaje a tu madre, la figura de tu padre, Torcuato, está notoriamente borroneada y en cambio aparece otra figura muy diferente, la del mentor, Ernesto, un arquitecto amigo de tus padres. ¿Qué aprendiste con él?
Bueno, lo que él me transmitió a través de Andy Warhol, el concepto de kitsch. Desconfiar del buen gusto, desconfiar de lo solemne, del arte serio. Y en ese momento, a los 18 años, yo acababa de descubrir a Bergman, que me parecía la máxima expresión del cine y del alma humana y a él le parecía una grasada. Yo después con el tiempo, recupero a Bergman, pero me parece que Warhol es como alguien que te da un par de lentes para ver las cosas de otra manera. Entonces, Ernesto es un poco la síntesis de ese grupo de gente que venía a casa como Caetano Veloso que aparecía con las uñas pintadas o mi vieja, que traía a casa a los pacientes del centro de antipsiquiatría donde trabajaba. Todo eso era bastante transgresor y te hacía pensar.
- El libro es como un réquiem por la infancia y la adolescencia. ¿Es necesario hacer el duelo por el paraíso perdido para seguir adelante?
No lo había pensado. Para mí, en primer lugar, fue al revés, fue una recuperación de algo que ya estaba perdido. Entonces, cuando empecé a hacer este ejercicio de memoria, me daba miedo que no pudiera recordar tanto. Y me sorprendió cómo fui tirando de la cuerda y empezaron a aparecer cosas muy concretas. También con un poco de licencias, siempre con el criterio de armar escenas, algo que me permitió avanzar cuando me topaba con una pared del olvido. Entonces fue un poco querer recrear ese universo en el que me crié, que desapareció porque no quedó un registro de eso. También siento una especie de deuda con mi propia experiencia y también con mis padres, aunque está centrado específicamente en mi madre, que yo creo que era el alma de la fiesta.
- El libro narra una escena de lectura de una historieta en un idioma desconocido, que tiene como el germen de lo que sería para vos el cine que te gustaría hacer, aquel en el que el espectador entendiera a medias lo que está pasando. ¿Este sigue siendo tu proyecto estético o lo fuiste reformulando?
Buena pregunta. Viste que el proyecto estético no es necesariamente lo que hacés sino lo que te gustaría hacer. Yo creo que hoy sí es mi proyecto estético, no necesariamente lo fue. Quizás la última película, Mixtape La Pampa, sea la que más cerca está de eso, es como un ideal de una narrativa cinematográfica en la que el argumento quizás no es tan evidente. Tenés que hacer un pequeño esfuerzo para entender. Y ese esfuerzo hace al disfrute y siempre me motivó. Pensar qué quiere decir, por qué hizo eso. Ah, no sabía que se podía hacer eso.
- ¿Estás
trabajando en algún proyecto nuevo?
Estoy escribiendo un libro para la editorial Ampersand de mi historia como lector. Para cine, estoy escribiendo dos proyectos en simultáneo, uno de ficción, en este momento, bastante complicado de realizar, y un documental, donde la idea es volver a la India, el país donde nació mi madre, y hacer ese viaje con mis hijos, como una conversación entre un padre y sus hijos, pero dentro de ese marco, que espero poder concretar.
Prueba de cámara
Escrito
al calor del final de su matrimonio, este trabajo es una novela de aprendizaje
en la que su autor recupera las escenas de una infancia y adolescencia poco
frecuentes, la de crecer dentro de una familia de la burguesía ilustrada cuyos
nombres perviven en instituciones culturales de vanguardia, en universidades y
en la historia de la industrialización del país.
En cada
escena, como planos de un documental, nos encontramos frente a una confortable
casa en la que se podía encontrar a Caetano Veloso o Gilberto Gil, a
revolucionarios exiliados, pacientes de un centro de antipsiquiatría o a un
arquitecto heterodoxo que lo arrancó de la formación clásica y le hizo empezar
por el camino contrario, por el cine de Andy Warhol, y con el que descubrió el
cine que era posible hacer. Y esta “universidad”, quizás más nutrida que la de
Oxford, en donde estudió Letras, fue la que le dio forma a su curiosidad
artística.
Profundamente
conectado con la Argentina, la entrada en la juventud lo encontró en plena
posdictadura, cuando el país volvía de la noche más siniestra, trabajando como
periodista, desarrollando su carrera de cineasta y formando parte de la
extraordinaria movida cultural de esos años.
Pero una
atmósfera de melancolía rodea a esta memorabilia, cifrada en la respuesta que
nunca le mandó a su mejor amigo de la infancia londinense, quien había tomado
un camino opuesto al suyo y que quizás demuestre la imposibilidad de recuperar
aquella época en la que fuimos tan felices.
Publicado en La gaceta Literaria, el 7/12/25