Por cuatro días locos. Pequeño inventario de la patria pop
María
Moreno es, sin duda, una de las cronistas más agudas e irreverentes de nuestro
país, aunque ella, seguramente, rechazaría estos adjetivos. El premio Konex de Brillante
que se entrega a la máxima figura de la década y que le fue concedido el año
pasado es un legítimo reconocimiento a su trayectoria como narradora,
cronista y crítica cultural enfocada en la investigación sobre los feminismos y
las disidencias sexuales.
Su
carrera como periodista comenzó en el diario La opinión, fue secretaria
de redacción del diario Tiempo argentino y columnista en Página 12 y
Sur, entre otros. Fundó Alfonsina, la primera revista feminista, y coordinó el área de Comunicación del Centro
Cultural Ricardo Rojas de la universidad de Buenos Aires, desde el que impulsó
la publicación de la primera revista travesti de Latinoamérica, El Teje.
Entre
sus obras se encuentran la novela El affair Skeffington
y numerosos ensayos, crónicas y textos de no ficción como El
petiso orejudo; A Tontas y a locas; El fin del sexo y otras mentiras; Subrayados; Oración. Carta a Vicki y otras elegías políticas; Vida de vivos; Banco a la sombra; La comuna de Buenos Aires. Relatos al pie del 2001
y su autobiografía Black out, por la que recibió el
Premio de la Crítica de la Feria del Libro de Buenos Aires.
El
libro recientemente publicado por la editorial Sigilo, Por cuatro días
locos. Pequeño inventario de la patria pop, reúne algunas de las columnas que
escribió para Página 12 durante las últimas dos décadas, en las que
disecciona, con ese estilo único, capaz de develar “todas las capas que hay en
la superficie”, los personajes argentinos que la dupla pueblo-nación convirtió
en mitos y que ella desacraliza sin quitarles ni una pizca de bronce,
consciente de que “un mito, entre otras cosas, es un convite a lo unánime como
condición para disentir -hasta la violencia- en todo lo demás.”
Barroca
e iconoclasta, se mete nada menos que con Maradona, “nuestro único ídolo dionisíaco”
al que reconoce, nunca quiso; con Borges, el único escritor argentino incluido
en el canon de la literatura universal del académico norteamericano Harold
Bloom al que le descubre un costado pop; con el Che Guevara, al que define como
un escritor de la generación beat, cronista de su propia epopeya; con Gardel, al
que le agradece haberla introducido en la literatura, no a través de esa voz
que “se asimila al agujero de la Patria”, sino de sus letras. Con San Martín,
al que, en un relato ficcional, instala en un fumadero de opio; con Cortázar, a
quien, leyéndolo a contrapelo (como acostumbra), sospecha más interesado en los
muchachitos que en la Maga; y en esa línea, con la construcción de la figura
del escritor en nuestro campo intelectual (hasta hace veinte años,
mayoritariamente masculino) en lo que tiene de impostura y con el amplio
abanico de lo que llama el “kitsch peronista” en el que conviven Evita y su
modisto, Paco Jamandreu, Juanita Martínez, la fiel amante de José Marrone e
Isabel Sarli, musa erótica devenida objeto de consumo “camp” por cierta
intelectualidad a la que sus curvas le despertaban, culposamente, las mismas
fantasías que a cualquiera de los mortales, en toda Latinoamérica.
En
el prólogo al libro, su autora describe la enciclopedia “ágrafa y visual” desde
la que partió y con la que comenzó a bosquejar una mirada desde los márgenes
tanto de la academia como de la doxa, para inscribirse en la tradición de un
tipo particular de crónica que en nuestro país tiene enormes figuras (desde
Rodolfo Walsh, Martín Caparrós, Ana Basualdo hasta Juan Forn y siguen las
firmas) que, lejos del periodismo gonzo, corre el foco de la experiencia en sí (“un efecto como cualquier otro”) para
encontrar un modo único de “escribir al otro” y abrir el camino para este
género a la autonomía de la literatura. Quizás sea por eso que logra que unos
textos escritos al calor de los acontecimientos políticos no tengan fecha de
vencimiento y alcancen algo así como la atemporalidad.
Como la línea que traza entre la
antropología de principios a fines del siglo XX, que va de la exhibición de los
cráneos de indios y criminales en los museos al análisis de los huesos de los
desaparecidos por el Equipo Argentino de Antropología Forense y que condensa
lacanianamente en el nombre de José Luis Cabezas la cifra de una historia que
no deja de repetirse.
O en el personaje de la tilinga de
clase alta vituperada en el Borges de Bioy por ambos (y que a ella le
fascina), con el que pulveriza la superioridad moral del intelectual que,
sostiene, nos es más que otro lugar donde anida el sentido común.
Un capítulo aparte merece la sección
“Iconografías femeninas”, en donde politiza los objetos de uso de las mujeres y
hace del abanico de Mariquita Sánchez de Thompson un medio de comunicación
clandestino, del miriñaque de Manuelita Rosas, el refugio de su adorada prima, de
las pelucas de moda en los 70, el camuflaje de las mujeres en la guerrilla o del
antecesor del pañal descartable, el símbolo de la búsqueda de los familiares
desaparecidos que las Madres de Plaza de Mayo hicieron universal.
Una cronista frívola
-
En los epígrafes de Manuel Gutiérrez Nájera y José Martí que abren el libro
aparecen los dos modos de abordar el oficio de periodista que pensó el
modernismo latinoamericano: el que investiga a fondo y el que escribe sobre
sobre la marcha acerca de cualquier tema. ¿Con cuál te sentís más cómoda?
El modernismo tuvo un periodismo “comprometido” por decir así, aunque con todos los manierismos de la época como podía ser el de Martí describiendo el puente de Brooklyn o el asesinato de los italianos y otro considerado frívolo y ornamental como el de Ramón Gómez Carrillo que podía escribir sobre maquillaje. Fue Sylvia Molloy quien demostró cómo esos opuestos no eran tales. Yo me considero una cronista frívola aunque, como dijo el cordobés Luis Ignacio García, esa frivolidad sea estratégica.
-
¿Para qué sirven los mitos? ¿Hay una trampa en ellos?
Los mitos no son una trampa sino una cristalización de creencias que pueden ser analizadas y no hay que subestimarlos. Horacio González usaba el adjetivo “superficial” como negativo y yo le decía que en la superficie está todo el sentido. Y él me cargaba diciendo que antes la superficie tenía más capas. Ahora me acuerdo que hablábamos de esto mientras nos dirigíamos a un velorio, lo que era una frivolidad.
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Las pequeñas mitologías nacionales ¿son especialmente ciegas a la perspectiva
de género (y pienso en la ceguera de nuestra sociedad frente a un Maradona
depredador) o son ciegas, sin más?
Tenés razón, para analizar los mitos nacionales dejé de lado las críticas de género y me inventé un yo más empático, aunque es evidente la ironía. Justo no publiqué la crónica de Monzón porque la había republicado hacía poco y en sus tiempos fue el inicio de una serie polémica en el diario Sur, donde, a las redactoras del suplemento de la mujer nos llamaban “las viudas de Alicia Muñiz”.
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¿Qué tiene de pop Borges, nuestro único clásico universal?
Borges es muy pop pero hay que saber encontrarlo y casi kitsch en las Beatriz Viterbo o las señoras de Bibiloni. [N.R.: de cuyos comentarios Borges y Bioy se burlan llamando tonterías a lo que la Moreno lee como discurso vanguardista].
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¿Hay algo de dandismo en tu estilo, según la definición que das de aquel gesto
que “pone en contacto contaminante la cultura alta y baja despreciando la media”?
Pero eso no es dandi. Dandi es salir a la calle con un melón en la mano o una tortuga tirando de una correa. La silla de ruedas me impide estos excesos.
-
¿Qué te ofrece este género a la hora de establecer continuidades históricas,
que es, en definitiva, el trabajo del historiador?
Pero yo no soy un historiador y la continuidad no me
preocupa. Menos la duración de lo que escribo cuando esté muerta. Por algo
escribo en medios que duran un día y mis libros son también para un día lejos
de los mausoleos.
Publicado en La gaceta Literaria, 23/2/2025
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