Monstruos
La autora de esta crónica, con la que ganó el Mundial de Escritura del año pasado, es una periodista “de pueblo”, como se presenta a sí misma, nacida en la ciudad bonaerense de Dolores, a la que le tocó cubrir el juicio a “los rugbiers” como se los llamó, con toda la connotación de clase de este sustantivo, que tres años antes habían matado a golpes a un joven de su misma edad, Fernando Báez Sosa, a la salida de un boliche, en la ciudad de Villa Gesell de la costa atlántica.
Peleada con el rumbo que ha tomado el periodismo, de la búsqueda
de sensacionalismo, impacto emocional y clicks, se mete con un episodio
policial que tuvo a la opinión pública en vilo, abroquelada y sin grietas, en
el reclamo de un castigo ejemplar para los jóvenes a los que, sin sombra de
dudas, calificaban de asesinos y para los que exigían su reclusión de por vida.
Veintiséis años antes le había tocado cubrir el crimen de
un colega, el fotógrafo José Luis Cabezas, cuyo impacto político sacudió a
todos los estamentos del poder, mientras que el crimen de Fernando Báez golpeó
en el corazón de la base social: la familia, y remitía al sentimiento más
primario de la sociedad. Al reclamo popular que repetía “podría ser mi hijo”,
la cronista le da una vuelta de tuerca y se pregunta si no son los agresores los
que podrían ser sus hijos, poniendo en evidencia cuánto de autoindulgencia
enmascara la indignación popular, mientras escribe una novela autobiográfica
sobre su trabajo como docente en las cárceles, y se pregunta acerca de la
distancia entre la verdad y lo que estamos dispuestos a escuchar.
Porque mientras el crimen de Cabezas exhibía la épica del
oficio de periodista, el de Báez Sosa mostraba una escena real filmada por
miles de celulares y transmitida en loop: la vida y la muerte transformadas en
un reality, y demostraba que el quinto poder ya no lo detenta el periodismo
sino las redes sociales, con el dato de color añadido que el abogado que había
defendido a los asesinos del fotógrafo fue el que esta vez representó a la
familia de la víctima, un personaje mediático que acaparó las pantallas de TV
durante todo ese verano.
Y mientras la calle se poblaba de carteles que rezaban
“justicia = perpetua” -lo que equivale a decir que la justicia debe ser lo que
yo quiero que sea- el silencio de los acusados dentro de la sala de audiencias,
como estrategia defensiva, inquebrantable, atronó los oídos de esta sensible cronista
que se preguntaba, retóricamente, por la medida de la perpetuidad.
Publicado en La gaceta de Tucumán, 24/11/2024
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