La Niña de Oro
Debajo de la superficie de las cosas
ningún hombre puede acceder a su verdadera naturaleza, nos dice Chesterton
desde el epígrafe con el que se abre esta novela policial, contradiciendo la
máxima aceptada por muchos de que la solución más simple es la que más se
acerca a la verdad. Y serán estas dos posiciones, la primera, asumida por la
protagonista, la secretaria de la Fiscalía, y la segunda, por el subinspector
de la policía, las que confrontarán a lo largo de la novela.
El
asesinato de un ignoto profesor de biología con algunas cosas que ocultar,
cometido a finales del siglo pasado, abre el abanico de unas posibilidades tan
descabelladas como siniestras y de unos personajes salidos del mejor grotesco
argentino: un taxi boy albino (Copito, el centro alrededor del cual gira todo
el drama), un adolescente regordete con un corte de pelo que atrasa varios
siglos, una prostituta enana y hasta un brujo africano y sus secuaces,
conforman una galería de monstruos circenses que, el trío de malabaristas
deslumbrantes con los que se encuentra la protagonista todas las veces, lo
refuerza.
Un
juego inventado por ella y su padre durante su infancia, el del hallazgo de dos
o tres coincidencias sobre un mismo tema, las “duquesas” y “tricotas”, guían,
como miguitas desperdigadas a lo largo del relato, la lectura de una
investigación que se bifurca porque, ya entendimos, nada es lo que parece. Y si
uno de los fundamentos del arte para Borges, el azar, los ecos y resonancias,
dominan este relato, es en la literatura como juego y disparate donde podemos
encontrar a César Aira, cuando una noticia policial desopilante ocurrida en
Coronel Pringles y reproducida por Crónica TV, demuestra que el grotesco es
nuestra marca en el orillo.
Como
buen “renacentista depravado” como define Alan Pauls a este autor, exhibe una
gran capacidad para el cambio de registro, pasando del lunfardo a las citas
clásicas y juega con ese borde donde los chistes se tocan con la incorrección,
cuando el habla de los años 90 la invisibilizaba, y utiliza una cantidad de
giros propios (“le dieron para que tenga”) que, suponemos, haría de la
traducción de este texto una misión imposible.
Como
Borges, construye todo un sistema de nominación que, en su caso, resulta su
reverso: los Carrucci, Bertolotto, Milpena y Paniagua pueblan (nunca mejor
dicho) el relato, contra la figura del padre de la protagonista, Francisco Rey,
un caballero refinado y sensible que forma, junto con su hija, una pareja
literaria entrañable.
Toda
clase de libros circulan por este texto: libros raros, ediciones antiguas,
policiales del Séptimo Círculo pero, contra la idea del “policial erudito”, es
la realidad política la que sostiene su intrincada trama. El nombre del joven
albino, “Copito”, los siete cuadernos Gloria encontrados en la casa del
profesor asesinado y los huesos diseminados por la ciudad nos hablan de una
historia de intento de magnicidio e impunidad, de corrupción y violencia
estatal, del que nuestro país es una fuente inagotable.
Publicado en diario Perfil, 17/3/2024
No hay comentarios:
Publicar un comentario