Un nuevo manuscrito de las numerosas
de páginas que todavía permanecen inéditas y que fueran robadas de la casa de
Céline en París cuando se escapó, acusado de colaboracionista, en 1944, acaba
de publicarse y las buenas noticias son la próxima aparición de su
continuación, la novela Londres, y que, por ahora, la policía
ideológico-literaria no puso el grito en el cielo.
Novela
autobiográfica, como toda su obra, comienza cuando su protagonista, Ferdinand,
despierta en medio del campo, luego de haber recibido heridas graves en el
brazo y en la cabeza, en octubre de 1914. “Tengo mil páginas de pesadillas en
reserva, la de la guerra, naturalmente, es la más importante” le dijo a su
editor en 1934 y este manuscrito, que es un primer borrador, forma parte, sin embargo,
de lo mejor de su obra sobre su participación en la Gran Guerra.
Los
editores de este material escrito veinte años después de los hechos se
enfrentaron a un borrador incompleto, enmendado, tachado, con algunas palabras
ilegibles, pero que mantiene la unidad de estilo de una obra en la que la
sangre, el cuerpo, el sexo, el barro y la muerte giran alrededor del único gran
tema moral, la guerra. Las notas al pie marcan las correspondencias evidentes
con sus otros textos como Muerte a crédito, Viaje al fin de la noche y Casse-Pipe,
esclarecen los cambios de nombre de un mismo personaje, así como los
neologismos inventados por su lengua mordaz con la que le quita seriedad al
relato, dándole un tono tragicómico.
“Atrapé
la guerra en mi cabeza” nos enrostra el protagonista en el comienzo de este
texto en crudo, con frasees perfectas como hachazos, quizás el tono más
apropiado para la historia que se propuso contar, la de la temporada que pasó
en un hospital de campaña, en Peurdu-Sur-La-Lys, cerca de la frontera con
Bégica, después de sufrir graves heridas en el brazo y en la cabeza, lo que le
dejó una lesión en el oído de por vida.
Describe
el día después de la caída del convoy en el que viajaba, poniendo en primer
plano los cuerpos despedazados por las granadas, las vísceras de los muertos
comidas por las ratas, ríos de sangre y orina, con la vitalidad de una pintura
de Brueghel. La misma intensidad con la que describe los cuerpos abiertos al
exterior a través de la sangre, el vómito, los excrementos y el semen,
revolviéndose en el fango (“que viva la mierda y el buen vino”), una imagen
carnavalesca de goce y sufrimiento y una experiencia del cuerpo fragmentado en
el dolor atroz provocado por esta guerra sanguinaria, que la pintura cubista
reveló en toda su dimensión.
Contra
los relatos épicos o consagratorios de la guerra, Céline compone un furioso
cuadro del momento en que el largo siglo XIX estalló en pedazos y el movimiento
de masas, junto con la velocidad y los cambios que se podían registrar en la moda,
modificaron el mundo para siempre. El padecimiento físico, pero también el
deseo, la perversión, el humor y la escatología serán los materiales con los
que narrará su propia experiencia, la que lo dejó al borde de la locura a causa
de los ruidos permanentes y ensordecedores dentro de su cabeza (“imposible
estar más sonado”), una “fanfarria” que padeció durante toda su vida.
Con
una mirada burlesca, registra el paso de las tropas que serán tanto el
recordatorio de la “alegría idiota” de los combatientes yendo al matadero, como
un colorido álbum de fotos con los uniformes de los ejércitos de Europa para la
mirada asombrada de un niño. Un punto de vista que, aprendimos en Bajtín,
desacraliza y pervierte el orden de un mundo. Y el concepto de patria, fundadora
de un orden, será el principal blanco de su lengua filosa, como en la escena
donde recorre los campos disfrazado con los retazos de los diferentes uniformes
de los soldados muertos, con el fin de no ser reconocido como soldado francés.
Y el humor negro, representado en el discurso gangoso de un soldado que fue
herido en la lengua, con los que describe “una vida maravillosa, una vida de
tortura”, la misma que describe ese género carnavalesco por excelencia que es
el tango.
Céline,
moralista y gran conocedor de las miserias humanas, entiende que no hay lugar
ya para el heroísmo y delinea unos personajes esperpénticos e inmorales, con
rasgos exagerados, galería de monstruos como la sádica enfermera de dientes
podridos que goza sondando a los heridos y practicando la necrofilia; el cura,
con su tono afeminado y “sus palabras untuosas venidas del cielo”; el repulsivo
médico del hospital de campaña, matasanos que pareciera salido de la clínica
del doctor Cureta; el temible y fantasmal Comandante, enjuto y sin mejillas; su
amigo Cascade, gigoló traicionado por su esposa-prostituta o sus padres, ciegos
ante el horror que los rodea, felices defensores de un mundo desaparecido, a
los que Ferdinand desprecia junto con el mundo y la literatura que representan,
esta última, en las cartas pulcramente escritas que su padre le envía.
Y
a sí mismo, héroe de guerra condecorado, cuyo secreto acerca de la desaparición
de una valija con dinero de su regimiento lo pone al borde del fusilamiento,
mantenido por una prostituta, la atractiva esposa de su amigo recién fusilado,
en un mundo donde los héroes son a la vez parásitos, hipócritas o ventajeros,
con los que compone, magistralmente, el tema del traidor y del héroe.
Tuvieron
que pasar 90 años (y la desaparición de su longeva viuda, Lucette Destouches)
para que pudiéramos encontrarnos con este texto de una gran potencia visual y
sonora que ejecuta, como en un drama musical, el relato de los horrores que le
tocó atravesar a su autor, con el que se propuso “hacer bella literatura con
trocitos de horror arrancados al ruido que ya no se acabará nunca.” Aunque es
muy probable que desde el horizonte de lectura actual, un libro como este sea
calificado de misógino, violento o inmoral, desde acá, esperamos con ansia su
continuación.
Publicado en diario Perfil, 26/11/23
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