Cassavetes dirige. (En el rodaje de Love Streams)
Asistir
a la cocina de una de las filmografías más disruptivas del cine norteamericano,
la de John Cassavetes, es una oportunidad que se da pocas veces en la vida. Y
es la que le tocó al crítico de cine (y fanático de su obra), Michael Ventura,
elegido por este genial cineasta para escribir un diario de la filmación de lo
que sería su última película, Love
Streams, de 1984, que a su vez se convirtió en el guión del documental que
este último dirigió sobre su rodaje y que lleva por título Casi no estoy loco, un título que, según el asistente de dirección,
describe perfectamente a cualquiera de los que participaron en él. Una
experiencia de cine dentro del cine, que pone en escena el universo
cassavetiano, despojado de cualquier artificio que lo aleje de lo que los
hombres y las mujeres tienen de genuino, dentro y fuera del set y que hace de
la actuación el centro alrededor del cual se construye toda la obra.
Para eso, convivió durante los meses
que duró el rodaje, durante 1983, con el equipo que participó de esta demencial
experiencia cinematográfica y vital, como fue toda la filmografía de Cassavetes
y registró el proceso de creación de una obra que, como en el jazz, se va
armando y reescribiendo hasta separarse por completo del guión original y que
compone, alrededor de su esposa y musa, Gena Rowlands (el equilibrio perfecto
entre elegancia y crudeza), en cada una de las escenas que la tienen como
protagonista, el centro de irradiación del sentido.
Cassavetes entendía el cine como la
continuación de la vida, a sus personajes, como simples mortales, con sus
claroscuros y su comportamiento errático y exigía a los que participaban en él
-a los que consideraba parte de una misma familia- un compromiso vital con lo
que se juega en la creación de sus obras. El mismo que desplegaba en cada uno
de sus roles tanto de director como de actor y el que exhibió en este film, en
el que su enfermedad le sirvió para caracterizar la desesperación y el derrumbe
del personaje que compuso.
Y si el cine es la continuación de
la vida por otros medios (ya que jamás se sabe qué va a pasar a continuación,
ni en la vida ni en sus películas, nos recuerda), su casa familiar será el set
principal y las habitaciones, sala de maquillaje, oficina y bar. Es que “la
vida de John es como una película de Cassavetes” dirá su amigo Ted Allan, el
guionista que descubrió, una vez terminada la película, que no habían quedado
rastros de su escritura original, a lo que, por otro lado, ya estaba más que
acostumbrado.
Las habitaciones serán el espacio
elegido por este director para confinar a sus personajes, enfrentarlos a sí
mismos y a los demás, en escenas de una intensidad agobiante (y de una
dificultad técnica importante), de manera de revelar la vida interior de unos
seres perdidos, sin brindar información sobre la naturaleza de la relación que
existe entre ellos, con el fin de “no darle al público lo que le gusta, sino la
verdad.” Un camino hacia la abstracción que en este último film decidió
emprender, adelgazando la trama, de manera que la resolución quedara a cargo de
la interpretación del espectador y no de la narración.
Es que su credo artístico era seguir
el rumbo de lo que la película necesita en función de lo que dictan las
actuaciones, por lo que el guión se verá modificado una y mil veces. “Yo no
dirijo, armo situaciones. A veces funciona y a veces, no.” La misma exigencia
de creatividad y de temeridad corría para todo el equipo, a los que empujaba a
hacer todo como si fuera la primera vez. Una idea del arte deudora de las
vanguardias que generó en sus colaboradores un respeto y una devoción difíciles
de encontrar en cualquier otro director y que los llevó, como Cassavetes les
pedía, a apropiarse del film.
Largas
tomas de una improvisación salvaje y demencial son el sello de este director
con el alcohol como personaje central, el fondo sobre el cual se encadenan las
situaciones y el combustible que lo mantiene en un estado de actividad
constante a pesar de su enfermedad, empujando a los demás y a sí mismo al
límite de sus posibilidades, como el personaje que compone, un hombre
desesperado y abatido, sobreviviente del amor, ese núcleo duro que es el centro
de toda su obra y que definió en uno de sus encendidos monólogos frente al
autor de este diario como “la habilidad de no saber”.
Como buen descendiente de griegos,
entiende el amor como sinónimo de filosofía y a partir del descubrimiento de
que “el amor se detiene. Hasta que le damos cuerda y empieza de nuevo. Porque
si se detiene para siempre estamos muertos”, toda su filmografía fue un intento
de asir ese “no saber”, ese “torrente continuo” y un canto a la mujer con la
que compartió su vida y su carrera, la descomunal Gena Rowlands.
Y es en esta búsqueda donde se cifra
el cine de un autor que, admirado
nada menos que por Kurosawa, construyó una obra única, de espaldas a la
industria. Un hacedor de atmósferas oníricas más que de tramas, que entendía
que su oficio era “como construir una casa y al final del día, tirarla abajo
para volver a construirla al día siguiente.” Casi una postal de su ars
amandi.
Unos meses antes de su muerte, en 1989, el festival Sundance lo homenajeó con una retrospectiva de su obra (en la que, a sus trabajos actorales al mando de otros directores les dedicó la misma pasión y seriedad) y la curaduría estuvo a cargo del autor de este diario de filmación, garantía de un trabajo riguroso sobre su obra y un amoroso homenaje a un director que se impuso a la mayor industria cinematográfica del mundo, en su mismo terreno, los estudios de Hollywood, en los que se dio el lujo de hacer el cine que él quería y al que le entregó una vida hecha obra. Por algún motivo inexplicable, sus películas, en los últimas décadas, no han sido ni son motivo de una retrospectiva para los organizadores de ciclos de cine. Esperemos que la publicación de este trabajo cambie este estado de cosas.
Publicado en Perfil, 24/9/2023
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