Somos
luces abismales
Mucho se escribió y dijo sobre
la literatura del yo, la autoficción y el género autobiográfico. La autora de
este conjunto de textos -un todo fluido y homogéneo en el que, como un río,
desembocan todos los relatos- vino a dinamitar estas categorías para construir
una obra en la que, quien escribe de sí concibe la propia escritura como una
dimensión espacial, una suerte de hogar o el lugar adonde llegar. Un tópico que
comparte con el colectivo de escritores latinoamericanos que escriben desde los
países centrales y que ella interroga desde sus cimientos, en una larga
disquisición sobre el legado del español latinoamericano. Frente a la idea de
territorio, más cercana a la de literatura regional que el boom puso en primer plano -junto a su compatriota García Márquez-, prefiere
la inestabilidad de no saber dónde se está y de escribir para descubrirlo.
Y si de escritores
latinoamericanos se trata, comparte con Clarice Lispector la idea de literatura
como un modo de habitar el lenguaje, construyendo una prosa que exhibe, en cada
relato, su modo de acercamiento a la experiencia y que la convierte, como a la
Lispector, en una voz singular.
Sus relatos ponen en escena constelaciones
de temas que se desmarcan del lugar común -la guerra, el problema de la tierra,
la muerte, sin más- y encadenan todo lo que nombran construyendo analogías y juegos
de palabras que convierten su prosa en una suerte de filología en acción, con sinónimos
que no producen el efecto de duplicar los conceptos sino que suman capas de
sentido a una trama que conjuga experiencia, relato y lectura con una profunda
interrogación sobre el ser de las cosas.
El duelo por la muerte de una
joven amiga la llevará a pensar en las marcas del tiempo en el lenguaje y a
encontrar en la conjugación precisa la forma de despedirla. El ritual amoroso
del entierro de una paloma la incitará a intentar volverse cobijo y nido. Frente
a la imagen de un potro perdido llamando a su madre en medio del camino, concluirá,
como una fotógrafa exquisita: “Los animales nos hacemos visibles en el
desamparo”.
Un viaje por la montaña en
busca de sí le revelará la sospecha de que la vida es un camino siempre
insuficiente. Su propio nombre encontrado en el crucigrama de un diario la
llevará a reconstruir la historia de la relación fallida con su abuelo y a
recuperarla en un recorrido por el río que él amó. Una mala película de terror
vista en la TV la llevará a imaginar una historia turbia y maravillosa,
mientras que la doble vida del migrante se verá reflejada en una experiencia de
desdoblamiento producto de un terror nocturno que tendrá momentos de horror
extremo. Y en el
final, la descripción de sus dolencias le hará descubrir la similitud entre los
virus y el dinero, como aquello que produce pero no crea y que, como el
capitalismo, invade y no hospeda.
Exquisitez y delicadeza
rezuman estos textos y de esa manera, las cosas, desde su mirada, se vuelven únicas. Dueña de una
percepción ampliada, hay un cuidado amoroso en el acercamiento a los temas, ya que para esta autora escribir y amar resultan
sinónimos. Y si escribir es encontrar un lugar, amar será el modo de ocupar un
lugar en el corazón
del otro.
Hay mucha reflexión en su
escritura y altas dosis de erudición. El diálogo que entabla con los textos y
autores que fundaron la literatura occidental (la mayoría, traducidos por ella,
hay que decirlo): la Biblia, El Corán, Petrarca, Dante, Las mil y una noches, San Agustín, Whitman, Madame Bovary, el Quijote,
la Odisea o las fábulas medievales serán
el espejo en el que esta autora se mirará para ensamblar definitivamente su
escritura, su tradición, su lengua y su vida. “Pues todo lo que vive es santo”
dijo William Blake y ella cita, ofreciéndonos una muestra de su arte poética: la
vida que merece ser vivida y escrita.
Publicado en diario Perfil, 26/7/2020
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