martes, 13 de junio de 2017

A la caza de las princesas



“Caperucita Roja fue mi primer amor. Tenía la sensación de que, si me hubiera casado con Caperucita Roja, habría conocido la felicidad completa.” La cita no puede expresar con más elocuencia el encanto que los cuentos de hadas ejercieron en el pequeño Charles Dickens, una fascinación no exenta de erotismo y que condensa la razón de ser de los relatos tradicionales: la de ofrecer un modelo de comportamiento que dé sentido a la vida. Derivados de los ritos de pasaje y de iniciación, indican de forma simbólica a sus pequeños oyentes y lectores cuál es la batalla que deben librar para alcanzar la madurez, garantizándoles un final feliz.
Como los mitos, conforman la experiencia acumulada de una sociedad para ser transmitida, no en vano Platón sostenía que la enseñanza debe empezar por los mitos, ya que son la experiencia intelectual de la humanidad.
Pero de lo que nos habla el recuerdo de Dickens es de la capacidad de estos relatos de conectar directamente con el imaginario infantil para el cual los pensamientos y las fantasías tienen el mismo estatuto, son la materia prima de su yo. Es que los cuentos de hadas son una elaboración fantástica de la realidad tal como el pequeño la ve y en esto reside su eficacia a través de los siglos. Pero además, operan en un nivel más profundo: proyectan alivio a sus pulsiones. Todos los procesos inconscientes (sus emociones violentas, la fantasía de destruir a los adultos, sus ansiedades sexuales y terrores ancestrales) se hacen mucho más comprensibles mediante imágenes que hablen directamente a su inconsciente y no mediante explicaciones realistas, ya que para él las exageraciones fantásticas son más reales que cualquier explicación. Pero los adultos desconocen que la verdad es muy diferente para ellos que para los niños y ésta es probablemente una de las razones del rechazo de los cuentos de hadas. Los “tiempos lejanos” donde estos relatos acontecen no son más que el país de la fantasía donde todo es posible y si hay algo incuestionable para los infantes es la magia.
Los relatos maravillosos responden a las preguntas por la identidad, el origen y la finalidad de todo lo que existe de la misma manera en que el pequeño experimenta el mundo, con los mismos principios de su pensamiento animista, donde no hay división entre objetos y cosas vivas. Al proyectar su espíritu en las cosas -en términos de Piaget, al adaptar la realidad al yo-, no resultará imposible que los hombres se conviertan en animales. Y lo que para los adultos no es más que falsa información para él son sus preocupaciones emocionales.

Pero la razón siempre prevalece, por lo que la impugnación a la literatura maravillosa tiene una larga historia. Muchos fueron los momentos en que se condenó a estos relatos, primero por mentirosos y supersticiosos, después por crueles y por inmorales. Para los cánones de la Ilustración, la fantasía de los cuentos de hadas, ogros y brujas era incontrolable y debía ser desterrada del mundo infantil. Fue entonces cuando pasaron a la clandestinidad y se refugiaron en las clases populares de donde habían salido y en las ediciones de mala calidad que se vendían por pocos pesos en los mercados, para regresar, mucho tiempo después y reformulados, con la cultura de masas.
Hoy asistimos a un nuevo embate contra los cuentos de hadas desde una posición bienpensante que no difiere demasiado en sus fundamentos de la crítica de hace dos siglos. Son relatos que denuncian la subordinación de los personajes femeninos de los cuentos tradicionales y le oponen la figura de las “antiprincesas” transformándolas en mujeres luchadoras y activistas. Algunos de ellos, desde una perspectiva nacional y popular, eligen a Frida Kahlo, Violeta Parra o Juana Azurduy, como refiere Nadia Fink, una de las creadoras de la colección “Antiprincesas” e impulsora de la cooperativa editorial Chirimbote, “porque nos parecen las referentes más importantes de esas mujeres reales que le pusieron el cuerpo a sus deseos, a sus ideas, y se animaron a romper mandatos en todos los ámbitos, no sólo en la cultura, sino también en el amor y en la familia.” Decidieron por lo tanto encarar la publicación de estas biografías noveladas “porque veíamos que las chicas sólo tenían como referentes a las princesas de Disney y pensamos que sería bueno darles una alternativa más real, que pudiera hacerlas sentir más libres e independientes. Y veíamos que los varones también son afectados por esa imagen del príncipe azul y salvador, que no se corresponde con una realidad donde las mujeres estudiamos y trabajamos para llegar a ser alguien por nuestra propia cuenta, en un momento donde salimos a la calle a decirle basta a las violencias, un fenómeno que cada vez es más fuerte y masivo. Y notamos que los relatos clásicos de caballeros y princesas, que siguen muy presentes a pesar de que se van modernizando, también generan violencias, porque reafirman el mandato de la mujer en el hogar, cuyo único fin respetable es el de ser madres y amas de casa.”
Desde otro flanco, mucho más masivo, la industria global del entretenimiento viene proponiendo personajes como la heroína de Valiente, una pelirroja indomable cuya gran meta es evitar el matrimonio (el mismo propósito que animaba a la Alicia de Tim Burton) o versiones “inclusivas y diversas” con personajes LGTB como la última versión de La bella y la bestia, hasta parodias del género maravilloso en su conjunto como la formidable saga de Shrek.

Como “un cuento realista y actual” definen sus autoras, Nunila López y Myriam Cameros, a La cenicienta que no quería comer perdices, un relato nacido a propuesta de un grupo de mujeres maltratadas en España, que sentían que el final del cuento, “y fueron felices y comieron perdices”, no las convocaba. Es una historia dirigida a jóvenes pero con una estética infantil en la que Cenicienta vuelve a las 12 pero del día siguiente y borracha, se rehúsa a usar zapatos de taco y a cocinar perdices para el príncipe porque es vegetariana y descubre que el hada madrina es una voz interior que la impulsa a decir “basta”. Y lo que comenzó siendo un proyecto de autoedición con la ayuda de amigos que se suscribieron terminó formando parte del catálogo de la editorial Planeta y convirtiéndose en uno de los libros más leídos en las escuelas y asociaciones de mujeres de su país.
De España, también, es el proyecto “Erase dos veces”, surgido de verkami, una plataforma web de micromecenazgo, y del impulso militante de un grupo de padres que se propuso bajar línea a la hora de dormir a sus vástagos cuando sintieron que con los cuentos tradicionales “le estaban transmitiendo a sus hijas que no podían ser valientes, que el amor romántico las salvaría de cualquier desgracia, que la belleza es imprescindible y que debían ser sumisas y aceptar su destino.” Después de reescribir la historia de Caperucita, Blancanieves y la Cenicienta (“una Caperucita que, en esta ocasión, no temerá a ningún lobo, no se asustará de unos grandes dientes y tomará sus propias decisiones”) llegan con tres nuevos títulos, dispuestos a reversionar La Sirenita, La Bella Durmiente y Hansel y Gretel, “tres clásicos cargados de cosas feas, violencia, sexismo y miedo que queremos reescribir.”
Y si la corrección política jamás dio buenos frutos en su propio ámbito, en literatura, mucho menos. Si hay algo que define a los relatos tradicionales es la capacidad de ofrecer modelos específicos para sublimar los inaceptables impulsos para la conciencia adulta con los que los “perversos polimorfos” tienen que lidiar. Si Caperucita no se asustará de los grandes dientes del lobo y está capacitada para tomar sus decisiones, difícilmente tenga algo para decirle a su pequeño interlocutor, dominado en esa etapa de su vida por el miedo al abandono y por impulsos como la violencia, la maldad, los celos fraternales o los deseos destructivos. Los personajes planos, unívocos de los cuentos de hadas con los cuales resulta fácil la identificación, por el contrario, le permiten proyectar sus preocupaciones emocionales, las mismas que Freud describió en “La novela familiar del neurótico”, como las ensoñaciones del hijo adolescente de ser hijo de otros padres más encumbrados. Los personajes del rey y la reina serán por tanto disfraces del padre y la madre de los primeros años de la infancia, mientras que el de la madastra o bruja encubrirá a los padres rechazados y amenazantes de la pubertad y le permitirán sentirse molesto ante el impostor -padre en la adolescencia- sin culpas.
Espejos de la experiencia interna, no de la realidad, los cuentos de hadas no se ubican en un tiempo y espacio real sino en un estado mental infantil en que los deseos son órdenes y enseñan que a partir del crecimiento se aprenden los límites a nuestros deseos. Embarcan al pequeño lector en un viaje maravilloso para devolverlo a la realidad, mientras que muchas versiones realistas y actualizadas parten de una realidad que no es la suya sino la del adulto, quien decide “representarlo” pero para transportarlo a ningún lado. Y el viaje, lo sabemos todos los que hemos crecido con Alicia, Simbad, el capitán Nemo, o Hansel y Gretel, es lo que aleja al protagonista del ámbito cerrado de la seguridad familiar y le abre las puertas a la aventura. Y sólo quien ha corrido mundo hasta estar absolutamente perdido conocerá lo que es el miedo, un conocimiento indispensable para su maduración, así como sólo el rebelde que ante nada se doblega podrá ser un buen yerno para el rey. Auténticos modelos que nada tienen que ver con estereotipos sexuales sino con formas de alcanzar la propia identidad, los héroes masculinos y femeninos son proyecciones de dos aspectos separados de un único proceso que todo ser humano debe experimentar en el crecimiento: aprender a dominar el mundo interno y el externo. Y para sus lectores el sexo del héroe no tiene mayor importancia porque la historia les atañe directamente.
Tal el caso del personaje anarcoinfantil Pippi mediaslargas, de Astrid Lindgren, una nena de nueve años que vive sin adultos, en compañía de sus animales y de un cofre repleto de monedas de oro que, como la cornucopia, no se vacía nunca. Hija de un pirata con el cual recorrió los mares del mundo, vive en una vieja casa de campo, “Villa Mangaporhombro” -un verdadero corte de manga a la razón adulta-, en libertad absoluta. Auténtica “empoderada”, su fuerza es tal “que no había en el mundo ningún policía que fuera tan fuerte como ella. Si quería, podía levantar un caballo. Y quería.” Cultora de los juegos de palabras, el nonsense y el disparate en la línea de la heroína de Lewis Carroll, como buena pirata, es capaz de contar las historias más inverosímiles y de exagerar hasta el absurdo.
Relato, éste sí, verdaderamente trangresor donde no hay vuelta a la civilización o a la normalización de una familia, y escrito, según su autora, pensando sencillamente en lo que habría entretenido a la niña que había sido. Un rumbo que la literatura infantil haría muy bien en no abandonar.


Columna

Ana María Shua es una de las escritoras que se ha animado a atravesar la barrera etaria. Conocedora de la literatura oral, ha versionado cuentos tradicionales y antologado relatos populares de diferentes épocas y pueblos. Lectora precoz, se inició, como la mayoría de los de su generación, con la gloriosa colección Robin Hood y cree que todo ese background ha ejercido su influencia sobre lo que escribe. De sus lecturas de infancia recuerda que sus preferidas ya eran “antiprincesas”, personajes que “no tienen nada de nuevo. La Reina Aleta, la esposa del Príncipe Valiente. Jo, de Mujercitas. Yolanda de Ventimiglia, la hija del Corsario Negro…Maravillosos personajes con los que me sentía muy identificada.”
Sostiene que la literatura infantil no tiene necesariamente que proponer modelos a sus lectores, ya que “cada escritor tiene su propia idea de qué se debe contar o no contar a los niños, de cuál debe ser el tono apropiado, y cuáles son los personajes con los que prefiere trabajar. Lo que descubrimos los autores de los años 60 para acá, es que más allá de cualquier compromiso voluntario, en todo lo que se escribe se refleja la ideología del autor. Da igual que uno se lo proponga o no.”
Frente a la pregunta de por qué se siguen versionando los cuentos tradicionales, reconoce que “estos cuentos atravesaron dos tremendas barreras: la del espacio y la del tiempo, para venir hoy aquí a tocarnos el corazón. Se siguen versionando porque son buenísimos, aterradores y geniales. Han sobrevivido incluso a las adaptaciones que se han hecho según la idea de lo políticamente correcto de cada época, y vuelven una y otra vez, misteriosos y despojados de moralina agregada (tienen la suya, claro, la del momento en que fueron concebidos). Hubo una época en que no se toleraba la violencia, tuve que leer versiones de Caperucita en que el lobo no se comía a la abuelita, que se escondía en el ropero, y el leñador no mataba al lobo, sino que lo corría con un palo. Todo pasa, por suerte, y los cuentos vuelven con su estructura original.”


Ricardo Mariño es un escritor de libros para chicos que apela a todas las formas del humor, como el ridículo, el malentendido, las exageraciones o la parodia, de la que no se salvaron los cuentos tradicionales. “En El regreso de las hadas, conté una historia sobre tres hadas ancianas sin ganas de ejercer su oficio mágico. A una de ellas se la nombra como el hada Helada. Lo mismo en Cuento con ogro y princesa, un cuento de humor sobre esos personajes clásicos de la literatura infantil. En otros casos hice versiones como La giganta Blanca Nieves, que es la historia conocida pero desde el punto de vista de uno de los enanos. Todo ese material fundante forma parte de saberes que el lector en general ya conoce, y en ese sentido resulta interesante jugar con ellos, desarmarlos, incluso invertir ciertas fijezas simbólicas de las que vienen investidos. Puede parecer una pura posición ideológica, que lo es, pero en mi caso es más que nada una posibilidad de diversión.” Su iniciación literaria fue bastante anárquica. “Hasta que entendí que podía ir a la biblioteca popular de Chivilcoy y sacar cualquier libro que quisiera, leí lo que tenía a mano, que mayormente eran revistas, cómics y hasta un curso de electricidad y radio, que era de mi viejo.”

Enemigo de la instrumentalidad en la literatura, sostiene que “la posibilidad que da la literatura de “vivir” aventuras, sentir miedo o reír, sufrir o enamorarse por una ficción; el deslumbramiento ante una idea nueva para uno, el descubrir una frase ingeniosa, profunda o bella y aun la misma apropiación de un caudal mayor de palabras y sensibilidad, me parecen experiencias infinitamente superiores y más eficaces que el traficar con contenidos educativos, aunque se trate de valores “buenos”. Debilitar lo literario en pos de los valores es dudoso que mejore a los individuos pero es muy factible que los aleje de la lectura.”

Publicado en diario Perfil, 11/6/2917

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