Piquito a secas
La larga tradición de las fábulas
políticas con personajes animales cuyos rasgos físicos y
comportamiento remedarían los tipos sociales (Los viajes de
Gulliver o Rebelión en la granja, por citar algunas) bien
podría ser el horizonte donde este texto se inscribe. Su
protagonista, Leonardo (que de “Piquito de oro” en la anterior
novela pasó a “Piquito a secas”), un joven sociólogo que da
clases de historia en el colegio privado de su esposa Josefina, ha
matado a un tal Cianquaglini y la justicia está a punto de echarle
el guante. Su madura y maternal esposa le ha contratado un abogado al
que él define como “un ser jirafoide en todo sentido, moral y
físicamente”, mientras su joven e inquieta vecina será apodada
“huroncito”, “marmota”, la indiscreta testigo del hecho
delictivo -perfecta representante de la doxa más acendrada- y la
“foca” Peñalba, el psiquiatra y ex montonero con bigote
setentista, al que visita obligado por las circunstancias.
Y Piquito, además de ser cobijado por
su esposa, vive con sus muñecos de felpa, Cachimbo y Maloy,
agazapado en su pequeño mundo del infans -por etimología,
los que no tienen voz- seres de pura percepción y sabios en su
completa ignorancia, los ayudantes indicados para su taller sobre la
vida social (y sobre la contradicción que encierran sus términos)
que imparte a un grupo de adolescentes dispuestos a atravesar la
oscuridad de su pensamiento. Y en su mundo de diminutivos, sus
“ideítas” son el atajo por donde avanzar por el conocimiento sin
reducirlo y el modo de interrogar al ser humano. Para eso traza un
arco que va desde los calmucos -aquellos hombres que mataron a Dios y
lo dejaron tirado en el desierto- hasta la batalla de Stalingrado
para enseñarles, junto con Marx, que todavía estamos en la
prehistoria.
Contra todo propósito de erudición,
desmonta los presupuestos de su propia disciplina y arremete contra
su clase -ya no la pequeña sino la “ínfima burguesía”- donde
caben todas las expresiones del progresismo: desde la beauvoiriana
Josefina pero sin turbante, la izquierda “ambiental” que se
respira en los pasillos de la universidad, hasta los militantes de la
izquierda partidaria a los que define como mejillones adheridos a una
roca en el mar. Y él mismo, Piquito guerrillero, que pertrechado por
Josefina con una mochila llena de sus postrecitos preferidos y un
fusil para armar, llega a la Sierra Maestra cuando la acción ya
había terminado.
Con diálogos entrecortados que forman
un continuo de lenguaje y sobreentendidos en lugar de un intercambio
ordenado de opiniones -un artificio que este texto desmantela, tanto
como a todo lo que encubre el imperativo de socialización: la
normalidad, la salud, la hegemonía, el sentido común o el viento de
época, y contra el discurso de la actualidad, elige el léxico
arcaizante, construye un texto en el que las referencias literarias y
filosóficas no son tópicos donde apoyarse, sino materiales para su
trama, que junto con pequeñas incrustaciones raras configuran la
sintaxis de los sueños.
Novela filosófica
de pequeños ensayos como los que encuentra Josefina diseminados,
derivas por las que Leonardo/Piquito se extravía en una fuga inmóvil
en la que imagina escapar a Ucrania (su propia ucronía) atado a
Josefina/Beauvoir, o hacia sí mismo, hacia la locura, como en las
escenas de la batalla de Stalingrado que lo encuentran defendiendo el
edificio en ruinas de su psiquis atormentada por un ejército de
hormigas y a su psiquiatra en el papel de comisario político.
Pero hay algo en lo que Piquito no
transige y es en ver en la adultez degradación, el motivo por el que
los adolescentes “que saben todo lo que tienen que saber” se
oponen a lo real, y como un profeta, apela a sus lectores -a los que
imagina muy jóvenes- y los convoca a salvarlo de su propia
humanidad.
Publicado en diario Perfil, 31/7/2016
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