lunes, 30 de noviembre de 2015

La lengua desatada

Mundo cruel

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Comencemos por decir que este conjunto de cuentos fue el ganador de un concurso de temática LGTB sólo para saber de qué van sus historias y no para encasillarlas. Nada más alejado de esta literatura que ofrecer para el consumo editorial unos textos escritos bajo la sombra tutelar de Manuel Puig y su provocativo uso de la cultura de masas. Porque es el melodrama en toda su desmesura siempre al borde de lo grotesco lo que le sirve a este autor puertorriqueño para hablar del padecer de los subalternos: pobres, homosexuales, mujeres y niños transitan estas historias narradas con una lente rosa que como en Puig, reduce la distancia entre el narrador y lo que cuenta a cero.
En sus mejores relatos, una primera persona del singular reproduce, como una caja de resonancia y sin mediaciones, el habla popular: locas, travestis, drogones, prostitutos y hasta vecinas escandalizadas hablarán a través de este yo en el que cuerpo y lengua se funden. Porque en este mundo cruel las palabras quedan marcadas mucho más tiempo que los golpes.
Como en el primero de los cuentos, “Mujercita”, en el que un niño que ha migrado junto a sus hermanos por distintas casas siguiendo a una madre despechada digna de un bolero y que encuentra en los clásicos infantiles un lugar posible de felicidad, recibe, con la violencia de un cachetazo, el rechazo de su padre en la palabra “pato” (marica) cuando lo encuentra leyendo, cautivado, el clásico de Louise M. Alcott.
Y es en el cuento “La Edwin”, donde la lengua se desata al ritmo desbocado de unas vidas al límite -en los años en los que el SIDA perpetraba un nuevo genocidio- en el cotorreo de dos locas que descreen de los experimentos de la militancia pro diversidad sexual, y que, como criaturas de Almodóvar, se dejan llevar por las letras desbordantes de pasión de los boleros, su banda de sonido. Y es que, como los grandes cantantes populares (y como ellas), “la Yola se la vive”.
Otro es el género que musicaliza en “El vampiro de Moca” el circuito de las barras gays de una ciudad caribeña inundada de iglesias de todas las religiones posibles: el reguetón y la salsa, donde la fiesta deja ver, apenas, la sordidez del paso del tiempo (y la autoironía) cuando los únicos jóvenes que se acercan al enamoradizo protagonista le ofrecen compañía paga, o la de una mascota que al morir, deja a su dueño solo, endeudado y en la cárcel por intentar embalsamarla.
La vida como espectáculo, con toda la artificiosidad que hizo suyo el arte pop (y su ilustre antecesor, Oscar Wilde) se despliega en este universo donde la cursilería -el modo latinoamericano de designar lo que hoy llamamos kitsch- reina entre la astrología, las comedias musicales, el cine de Hollywood, los íconos gay como Lady Di y la religiosidad afro.
En su reverso, la ciudad miserable y violenta será el lugar donde los “bugarrones”, gays pobres, venden sexo por un par de ojotas o una línea de coca. Como en el cuento “Botella”, donde su protagonista huye en una carrera frenética del olor a podrido, la “peste” que lo impregna y que sube por sus calles e invade todo el cuerpo social y del que intenta protegerse comprando una botella de cloro.

Y el homoerotismo adquiere alturas místicas cuando un bello jovencito, el protagonista del cuento “El elegido” descubre el porqué de la predilección del pastor de la iglesia por su cuerpo que le revela muy pronto su mayor deseo: el ser sodomizado. Los azotes de su padre, en lugar de disuadirlo, lo convertirán en el objeto de adoración de toda la comunidad masculina y como los personajes de Bataille, encuentra en el erotismo que encierran las imágenes bíblicas, la síntesis de lo humano en lo divino que goza y se disipa. Y como en Bataille, las pequeñas muertes no anunciarán la aniquilación sino la vida que goza y celebra.

Publicado en diario Perfil, 29/11/15

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