Nunca lo digas a nadie
A comienzos del año pasado, una
noticia incómoda llegaba a las portadas de los diarios: el actor
fetiche de Herzog, Klaus Kinski, había sometido sexualmente a su
hija mayor durante toda su infancia y adolescencia. Desmesurado,
mesiánico, intratable eran los adjetivos con los que el mundo del
cine y sus admirados espectadores lo caracterizaban y con los que la
cultura de masas viene diseñando, desde sus comienzos, la figura del
genio. Su muerte no hizo más que cristalizar esta condición, que su
hija se propuso derribar con la publicación de este libro de
memorias que en su idioma original lleva el inquietante título de
Boca de niña.
Una boca que ha decidido abrirse y
ajustar cuentas con el mundo adulto que la desprotegió y no pudo
ofrecerle un lugar para que sus pedidos de auxilio pudieran ser
formulados.
Ya desde sus primeros recuerdos vemos
a “Babbo”, como lo llama su hija, apareciendo como un torbellino
cargado de regalos y exigiendo, insaciable, el amor de su pequeña
niña frente a la indiferencia –y más tarde la ceguera- de su
madre. Las cartas que le envía a ésta cuando todavía era un actor
desocupado (“¡Esos cerdos cabrones del Burgtheater siguen sin
querer hacerme un contrato fijo! … Tienes que suplicarles, tienes
que decirles que soy un genio.”) muestran al mismo personaje que el
cine de Herzog explotó y que a sus sufridas mujeres (hijas o
esposas, diferencia que él no registraba) les tocó soportar en
innumerables escenas de iracundia tanto en público como en privado.
Muñequita, princesa, ángel mío, son
los vocativos con que su padre nombraba la trampa de un amor que
desconoce el límite del deseo del otro y que lo convierte en el amo
de las vidas de su mundo privado. “Mi padre me dijo una vez que se
consideraba un zar. Y que por eso nos puso nombres rusos” recuerda
su hija en este registro puntual de los catorce años en que fue su
objeto de deseo, cumpliendo el pacto de silencio que, como buen
pederasta, estableció: “¡Es lo más normal del mundo! Pero no
puedes decírselo a nadie. ¡Es nuestro secreto! ¡A nadie! ¡o iré
a la cárcel!”.
Los caprichos y
arbitrariedades crecen de la mano de su fama y su cuenta bancaria.
Como un tirano de la Antigüedad, ordena, manda y elige por todos,
desde el menú hasta la ropa que compra en los lugares más
exclusivos para luego obligarla a permanecer como un maniquí
“rodeada de modistas … para estrechar, ceñir y acortarlo todo, …
siguiendo las órdenes de mi padre.”
Los modales en la
mesa serán otra forma de disciplinamiento en que la menor
transgresión puede convertir la comida en una pesadilla: “Comemos
sobre un mármol de color rojo sangre. … Durante toda la comida,
observa nuestra postura, nuestras manos, cómo utilizamos los
cubiertos. No se le escapa el menor movimiento. Hoy, yo soy su
víctima.”
La escena tan
temida se repite una y otra vez en habitaciones de casas y hoteles
cada vez más suntuosos, junto con los ataques de pánico, la
sensación de alienación y una culpa infinita que ni la catarsis de
la confesión ni el encuentro con su vocación de actriz pudieron
mitigar. Quizás este libro, escrito veinte años después de la
muerte de su padre, hayan ayudado a reconstruir su subjetividad
partida.
Publicado en el diario Perfil, 13/12/2014
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