lunes, 19 de mayo de 2014

Los locos años locos

La sonrisa secreta



Este pequeño libro, entre sus rarezas, tiene en su solapa un texto escrito por su autora, una escritora nonagenaria que firma por primera vez un texto propio, ya que se ganó la vida como gost-writer escribiendo, por ejemplo, con doce seudónimos diferentes, sobre geopolítica durante la Segunda Guerra, además de vivir su vida y ser habitué del bar “El moderno” donde se concentraba gran parte de la vanguardia porteña. Con el tiempo, nos informa, adquirió el sobrenombre de “Mutante”.
Instalados en las primeras décadas del siglo, sus relatos giran alrededor de la figura del tránsfuga, ese personaje fugitivo que atraviesa los espacios para reaparecer convertido en otro. Como leemos en el relato en primera persona de los meses que Duchamp vivió en Buenos Aires (de donde escapó en un barco disfrazado de prostituta judía) y que no consigna en sus memorias.
Porque hay que ser poeta o investigador (o mutante) para recuperar y rearmar los fragmentos de la vida y la obra de aquellos personajes atravesados por la Historia y que a la vez la protagonizaron, como Marcel Duchamp o el poeta expresionista August Stramm, el personaje en el que se centra el segundo relato.
Los años de la Gran Guerra que desangraba a Europa son narrados por esta autora con una lente queer que recorta los espacios de la clandestinidad, como las zonas prostibularias donde “los hombres abrazan a las mujeres más puras y las sostienen mientras les enseñan a abrirse de piernas y a aceptar su cuerpo. Luego […] las hacen suyas y las entregan a otros hombres”, o fumaderos de opio visitados por mujeres de la élite, o mansiones donde reinan exóticas y bestiales madamas que someten a sus rituales de dolor y placer a los artistas extraviados.
Fueron esos mismos años los que empujaron a sus artistas a abandonar la lírica amorosa o el arte consolatorio por la ferocidad de un arte que se planteó como estrategia defensiva frente a la inhumanidad de la guerra y reemplazar la música armoniosa y académica por el sonido del obús. Y fue en las trincheras donde descubrieron los cuerpos desmembrados y desnudos en todo su erotismo y violencia que tanto el cubismo como la poesía reprodujeron.
Macedonio, Gerchunoff, Ingenieros, Borges, Aldo Pellegrini, podrán aparecer como personajes o como cita al pie en ese cruce que la autora establece entre la experiencia personal y el arte y que las vanguardias se encargaron de horadar.
“Zunz, Emma” es el tercero de los relatos y en esa inversión del título se cifra el modo en que la anécdota, narrada como en sordina en el cuento borgeano, se transforma, junto con la protagonista, tensando los límites, hasta hacer de la joven y vengativa obrera una máquina asesina al servicio de la mafia de la Chicago argentina en los años 30. Algo así como un sobrio policial inglés filmado por Tarantino.
Sobreimpreso sobre el relato original, citándolo en algunos de sus párrafos, como el del final, reproduce la sustitución que conforma el eje en ambos relatos, en una puesta en abismo en la que una misma frase explica dos historias divergentes: “La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; solo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.”

El relato se expande hasta incluir a los tratantes de blancas de Onetti y a vendedores de biblias y prostitutas de Arlt, al detective Isidro Parodi y los informantes de la policía, Bustos y Domecq, y hasta a su propio editor, incluyéndolo como posible personaje en una cita al pie. Todos conviven en esta historia que reduplica y amplía una trama posible pero falsa, como son, en definitiva, las grandes historias literarias.

Publicado en diario Perfil, 18/5/2014

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