La guerra civil
Schnagel tiene un oficio raro: es
corrector de destinos. Munido de una máquina para hacer tatuajes y
unas agujas de varias puntas, corrige el dibujo de la palma de la
mano de sus pacientes, según su pedido. Una nueva terapia
alternativa, inocua como cualquiera, salvo que ese día Schnagel se
levantó de muy mal humor. Su mujer, Marita, acababa de abandonarlo
después de enrostrarle su pusilanimidad para afrontar su propio
destino. Entonces decide tomar la iniciativa y modificar el dibujo de
los dos primeros pacientes que lo visitan, según su propio saber y
entender. Hacer justicia por mano propia, en definitiva, que es lo
que la radio informa que está ocurriendo en la calle: un estallido
de furia colectiva provocada por la demora en la salida de un tren.
Como un efecto dominó, el choque de un automovilista con la
locomotora y el suicidio de una mujer en la misma estación (ambos,
recién salidos del consultorio de Schnagel) son la causa del atraso
que provoca la cólera que se multiplicó por toda la ciudad,
convirtiéndola en una guerra de todos contra todos.
Sobreviviente de “la guerra de los
sexos” y sabiendo que fuera del amor y del odio, no hay nada,
decide modificar su destino de solitario empedernido y se sumerge en
la batalla desatada que es la calle (y los linchamientos que por
estos días se suceden parecen una mala copia de este relato)
dispuesto a recuperar el amor de Marita, para siempre.
Después de Lacan y su teoría del
amor (“… es dar lo que no se tiene a alguien que no lo es”) la
novela romántica resulta poco menos que improbable, como lineales,
los personajes bien intencionados y en búsqueda del amor absoluto.
Sobre todo si ya están prefigurados por el Destino.
Publicado en diario Perfil, 11/5/2014
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