Conocíamos
a Tomás Downey por su obra cuentística, en la que sus personajes transitan bordeando
una zona de indecibilidad: el límite que separa -y une- la
animalidad de lo humano, la moral de la amoralidad y la realidad de su
dimensión fantástica, en algunos casos, hasta perder el propio nombre y
poniendo en cuestión este límite en el plano de lo sensorial, hasta desbordarlo.
Y en ésta, su primera novela, lo
encontramos en pleno dominio de sus materiales. Con el trasfondo de las guerras
que, en nuestro país, a mediados el siglo XIX, enfrentaron a unitarios y
federales o quizás, a las tropas de la Triple Alianza con el Paraguay (y las referencias
al mariscal Solano López son evidentes), su protagonista, el soldado López,
como un verdadero impostor, y amparado en la casi anomia de su común apellido,
cambia de bando, de orientación sexual, de amor y de bandera y, como un verdadero
tránsfuga, narra desde el borde de un espejo donde “soy el muerto y el que
tiene el fusil con la salva, y también soy los otros, los que tienen las balas
de verdad, y el sargento que da la orden, y el soldado que viene después a
tirar aserrín sobre el charco de sangre.”
Si
la historia nos enseña que todas las guerras son la misma guerra y que
cualquier traidor puede ser un héroe en el relato de los ganadores, la
literatura nos lo muestra magistralmente en esta novela de fantasmas que
reformula el tópico borgeano desde una perspectiva, ya no filosófica sino
fantástica, en la dimensión sobrenatural de lo real.
Publicado en El Dipló, agosto 2025