Martha
Argerich. Una biografía
Un
bello cuadro sin marco. Así define su amigo Daniel Barenboim a la mejor
pianista del mundo según la opinión unánime del campo musical clásico, Martha
Argerich. Y esta biografía, el producto de largos años de conversaciones entre
su único biógrafo y ella, es un riguroso intento por captar en toda su
dimensión a esa figura tan esquiva como deslumbrante que sigue convocando el
fervor de los melómanos en todo el mundo.
Su
autor, un periodista especializado en música clásica y admirador incondicional
de la pianista, cuyo programa en Radio Clásica de Francia lo llevó a viajar por
el mundo y conocer al top ten de esta disciplina, fue el único que logró,
después de innumerables gestiones con su agente, colarse en sus viajes en tren y
entablar una relación que le permitió entrevistar a este huidizo personaje que,
cuando estaba de humor, respondía sus preguntas. El viaje que emprendió a la
Argentina para captar la atmósfera del país donde ella nació logró conmoverla y
seguramente ayudó a acortar distancias.
Enamorado,
desde la primera vez que la escuchó, y no sólo por su manera única de tocar el
piano (al punto que reconoce que si no fuera pianista le interesaría igual),
considera que no sólo es un genio musical, sino diferente a todos en el plano
humano, incluso en la vida diaria. Su naturalidad, que le resulta desconcertante
a quienes la conocen por primera vez, la convierte a sus ojos en una de esas
pocas personas que, siendo una gran estrella, es capaz de una gran humildad y
empatía.
Luego de ocho años de escritura, el
resultado fue este trabajo polifónico, nutrido por una gran cantidad de voces
de los principales músicos, amigos cercanos y familiares, así como por numerosos
datos con los que reconstruye la vida musical de la segunda mitad del siglo XX,
que el autor organizó con un criterio de divulgación.
Desde
el momento en que sus maestras del jardín de infantes escucharon, atónitas, a
la párvula de tres años reproducir en el piano las canciones que le cantaban a
la hora de la siesta, hasta los conciertos que dio junto a la emperatriz de
Japón, el país que la elevó a la categoría de semidiosa, esta adictiva biografía
aun para legos, traza el arco de una vida consagrada, a pesar suyo, a ese
instrumento para el cual parece estar hecha pero del que se sintió esclava y
con el que sedujo a los oídos más refinados de su generación, que encontraron
en su interpretación una mezcla poderosa de erotismo y misticismo, y a una
artista salvaje y exquisita que era pura naturaleza.
Como
todo prodigio, careció de una vida normal, por lo que la escuela fue
reemplazada por clases particulares donde gozó del raro privilegio de estudiar,
durante toda su infancia, con el mejor y más severo maestro de piano de Buenos
Aires, bajo la estricta mirada de una madre consagrada a la carrera de su hija,
que se propuso disciplinar a este espíritu tan genial como libre y sin la cual,
reconoce, no hubiera llegado adonde llegó.
Si
bien a los ocho años dio su primer concierto en público, el pánico escénico
nunca la abandonó, a pesar de ser, desde muy pequeña, una habitué del Colón,
tanto en el escenario como desde el público y de deslumbrar a los más grandes
maestros que por esos años poblaban Buenos Aires, la ciudad que en la posguerra
recibió a aquellos que huían de Europa.
A
los 16 años y con la ayuda del gobierno peronista (y el diálogo con Perón es una
muestra de su dominio absoluto sobre los resortes del Estado de bienestar),
partió junto a toda su familia a Viena, a estudiar con el maestro Friedrich
Gulda, quien le había abierto el camino a una nueva forma de interpretar la
música, liberada del acartonamiento que regía en esta disciplina, y con la que ella
se identificó desde el primer momento. Y fue a esa edad cuando despegó su
carrera internacional, al ganar los dos concursos más prestigiosos, el de
Ginebra y el de Bolzano, donde, por primera vez en su historia, el público y el
jurado aplaudieron de pie al ganador.
Convertida
en una celebridad, empezaron a llover los contratos, pero el ritmo atroz de los
conciertos fue demasiado para una adolescente que deseaba disfrutar de la vida
y, contra la presión de su madre, se bajó de las giras programadas y puso en
pausa su carrera unos años. La vuelta triunfal llegó con el concurso Chopin, a
los 24 años, que la convirtió en una leyenda viva a la que nadie veía estudiar
ni ensayar, que aprendía el repertorio leyéndolo una sola vez la noche anterior
y que parecía tener incorporada la música en el cuerpo.
Sus amores tormentosos, el
nacimiento de sus tres hijas, la complicada relación con su madre, sus
posiciones políticas de izquierda en un medio tan elitista que la llevaron a
tocar tanto en los principales teatros líricos del mundo como en una fábrica
recuperada en Villa Martelli, durante el 2001, los malabares de sus agentes para
lidiar con las cancelaciones de sus conciertos a último momento (y el teatro
Colón lo vivó, una vez más, hace unos pocos meses), su humor cambiante, sus
inseguridades y fobias que desaparecían en cuanto empezaba a tocar el piano (“Martha
hizo lo imposible por destruir su carrera, pero nunca lo logró” llegó a decir
uno de sus tantos agentes), las diferentes casas donde habitó de las que
entraban y salían amigos como en una comunidad hippie, los proyectos de
promoción para jóvenes pianistas o el fanatismo que despertó en Japón y la
recepción que tiene en Europa y EE.UU. que le dieron el privilegio de ser
nombrada y reconocida, en el mundo de la música clásica, sólo con su nombre de
pila. De todo esto habla su biografía. De una persona contradictoria y genial cuyos
estándares artísticos son muy altos, pero con un sentido de la ética igual de
alto, algo que para su biógrafo, es muy raro de encontrar en una persona de ese
nivel.
En
algunos idiomas, jugar y tocar un instrumento se dice de la misma forma. Quizás
Martha Argerich siga siendo una niña que nunca dejó jugar, con la seriedad de
vivir ese momento como un eterno presente.
Publicado en diario Perfil, 19/1/25