No son vacaciones
Así comienza la novela
de esta joven escritora y editora, en la que los climas van marcando el pulso
de una historia “de amor, de locura y de muerte”, parafraseando a Horacio
Quiroga, quien hizo de la naturaleza salvaje su principal personaje. Un
personaje que, en esta novela, es de una belleza abrumadora y que, por el
contrario, invade los espacios, reflejándose en un juego de luces y contraluces
que no hace más que mostrar la artificialidad propia de un escenario de película,
y que la deja afuera, sin poder llegar a convertirlo en un espacio propio.
Y son las luces y las formas el modo que la
protagonista elige para acercase a la materia narrativa, cuya curiosidad desbocada
por las vidas ajenas la lleva a inventarse retazos de la propia, y con el que va
a describir a los personajes a partir de aquellos detalles que los hacen
únicos. Como el de la madre de su novio, cuyos rasgos faciales la asemejan a
una gorgona; el de Juan, que en su forma de caminar revela toda la potencia
animal que la ciudad había refrenado o el de Richard, el maduro vecino cuyos
rasgos contradictorios le provocan una inexplicable atracción.
Una leyenda autóctona
de sacrificio por amor, la de la flor de amancay, será el leitmotiv que se
repetirá a lo largo del relato y que aparecerá en la forma que asume el amor
entre Catalina y Juan, cuando ella descubra cuánto de misterio se esconde en su
pasado, y que se replica en las flores ensangrentadas que el vecino encuentra.
Con un muy buen manejo
del tempo narrativo, una ajustada dosificación de los detalles y de la elaboración
de climas, construye un relato acerca del amor como una presencia fantasmal que
une y separa, y que la lleva a constatar lo que todas las familias -las felices
y las que no- comparten: que pertenecer a una familia “es comportarse como si
tuvieras un secreto que pudiera arruinarlos a todos.” Nada menos.
Publicado en La gaceta de Tucumán, 7/4/24
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