Tierra fresca de su tumba
La obra de Giovanna Rivero -en algún momento elegida uno
de los “25 secretos mejor guardados de Latinoamérica” que afortunadamente no
quedó en promesa- es, entre muchas otras cosas, un campo minado en el que
estallan todas las líneas que atraviesan su escritura, deconstruyendo lo que la
antropología alguna vez llamó sincretismo. En guerra contra el exotismo (un enemigo
al que la literatura latinoamericana post-boom le costó mucho vencer) sus
textos ponen en escena todas las identidades posibles de unos personajes en
tránsito para quienes “ser boliviano es una enfermedad mental”.
Escrito bajo la sombra de la tragedia clásica y de una de
las peores tragedias personales, aquella que persigue a los sobrevivientes de
un suicidio con preguntas que no tienen respuesta, la oscuridad de sus cuentos se
ahonda en busca de esa sombra que diseña los contornos de unos personajes liminares
-como el de la loca, la poseída o la borracha- que vienen, entre otras cosas, a
despertarnos del sueño de la razón, o de aquellos que, como los muertos-vivos, retornan,
una y otra vez, para empujarnos al borde de nuestro propio abismo y conectarnos
con la tierra como última morada.
En “La mansedumbre”, un secreto inconfesable dentro de una
comunidad menonita se transforma en la hipérbole de una ofrenda a la Pachamama hecha
por un descendiente originario.
El diálogo, en el segundo cuento, devenido
interrogatorio, entre el sobreviviente de un naufragio y la madre de su
compañero muerto, reconstruye el mítico viaje griego y hace de la venganza el
ritual más esperado que una madre anciana en busca de la verdad puede alcanzar.
La fascinación que la cultura oriental, en su delicada
perfección, ejerce sobre Occidente describe, en la curva que va del origami -ese
universo de papel- al grotesco del espantapájaros, y de la refinada crueldad
oriental a un trabajo de hechicería india, las dos caras de una misma pasión
por la venganza.
El regreso a la casa familiar de una expatriada con su marido
yanqui y sus mellizos desata un aluvión emocional, cuando la tía enajenada revela
un tabú familiar en el destino de su hijo, el “ahorcadito”, reflejado en el
rostro de uno de los mellizos. Y el cuerpo de la loca, ese terreno que se disputan
varias instituciones: la familia, la medicina, la psiquiatría, el patriarcado, la
religión, desborda “como el arco del vómito de un hígado en metástasis”, y en el
exceso de sus carcajadas demoníacas, espanta las culpas por el suicidio del
hijo. Los relatos alucinados de lluvias legendarias que el marido de la
protagonista registra, grabando los sonidos guturales de la loca (“estábamos
malditos”), conforman una suerte de realismo mágico atravesado por el horror de
los cuentos de hadas, en los que aquél descubre que la evangelización jesuítica
provocó en América “un arte fresco, salvaje, demasiado puro”. Casi una
definición de la poética de esta autora.
El largo testimonio de la sanación a través del góspel de
una sobreviviente de mil batallas frente a su comunidad religiosa resulta la
excusa perfecta para relatar una historia de terror en la que la protagonista y
su hermano, como los clásicos huerfanitos, deambulan por los confines del mundo
para vivir en una cabaña en ruinas junto a su tía alcohólica, una suerte de
bacante o heroína de Bataille, sedienta de alcohol y de relatos de asesinatos
en serie.
Y en el final, el cuerpo de una cierva muerta visitada
por su manada resulta el espacio donde alojar el dolor por la pérdida del
hermano que no tuvo defensas para enfrentar las agresiones de este mundo.
Todos
guardamos un muerto bajo la alfombra, parece decirnos esta autora. Ella, como
una auténtica hechicera india, los convoca y nos obliga a enfrentarlos, quizás para
que no olvidemos la materia de la que estamos hechos.
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