El sentido olvidado
Ensayos sobre
el tacto
Pocos, muy pocos
son los textos filosóficos escritos por un académico que no dejan
afuera a los lectores profanos. El autor de estos ensayos (licenciado
en Filosofía, magíster en estudios bizantinos y doctor en
literatura comparada) lo sabe, por lo que se propuso compartir su
objeto de investigación (y de deseo), que el trabajo académico,
desde el mandato científico, no hace más que reprimir. El resultado
es un texto erudito y de gran densidad conceptual que lejos de
abrumar, invita a un encuentro gozoso con uno de los sentidos menos
transitados por la teoría estética, el tacto.
El prólogo de
José E. Burucúa nos introduce en el tema con ejemplos tomados de
las artes plásticas, un aporte que, además de enriquecerlo,
demuestra que el interés por esta forma de percepción existió
siempre a pesar de que el oculocentrismo que la filosofía griega
instaló en Occidente, con la supremacía de la serie:
vista-luz-conocimiento, minimizó.
Partiendo de la
idea del tacto como el umbral de la percepción a partir del cual
conocemos el mundo y nos percibimos como materia viva –de hecho, es
el primer sentido que se activa en el embrión y el único que un ser
humano no puede perder-, desarrolla el concepto de lo háptico, una
idea que viene de contacto, de simultaneidad en el afectar y ser
afectado, que para la historiografía del arte parece ser el modo
predominante en este siglo multimedial.
Es que el tacto no
es un sentido, sino muchos, nos repite este autor tantas veces como
fue pensado por la filosofía, empezando por Aristóteles (cúando
no), pasando por Lucrecio y su poema filosófico De rerum natura
al que le dedica un capítulo, donde relata el descubrimiento del
manuscrito por el humanista Poggio Bracciolini como uno de los
momentos más luminosos en la historia del encuentro entre un libro y
su lector, en los umbrales del Renacimiento, una época marcada por
la exacerbación del cuerpo, con los teatros anatómicos y la
disección de cadáveres.
La apreciación
estética, afirma, es un fenómeno afectivo que se manifiesta de
manera háptica y si bien reconoce en la escultura y sobre todo en el
cine el tipo de arte adecuado para esta crítica, paradójicamente,
es en la literatura donde despliega sus mejores lecturas.
Si en los
comienzos estaba Homero, es en su métrica, el hexámetro dactílico
-llamado así porque semeja los dedos de la mano, esas zonas
exquisitas de la pura sensorialidad, tanto como la oralidad, el medio
por el cual la épica se transmite-, donde reconoce su naturaleza
háptica. O en la novela decimonónica, producto de la revolución
industrial con su consecuente multiplicación de bienes, el género
que hace del detalle y el estilo indirecto libre, el modo de
introducirse en los pliegues últimos de la subjetividad. Como un
verdugo medieval, compara el autor, la novela devela capas, mientras,
dialécticamente, roza la superficie.
Siguiendo por los
caminos de la filematología, -algo así como el arte del besuqueo-,
encuentra en esa práctica la frontera entre lo material y lo
espiritual y describe el basium, una variedad de género
poético en la que el beso, como la filosofía, deviene la forma más
extrema de un diálogo, que prescinde del verbo pero no de la lengua,
agrega el autor.
Y nadie como los
franceses para reflexionar acerca del tacto. De hecho, fue un
francés, Braille, el descubridor del método de lectura táctil y es
su literatura cortesana la que exhibe el cuerpo atravesado por la
pasión, en el primer encuentro sexual entre Lancelot y Ginebra que
unos siglos más tarde le allanó el camino al libertinismo
ilustrado. Y si de pura superficie se trata, verá en La
metamorfosis de Kafka la historia de un cambio de envoltorio.
Valéry se
preguntaba si hay algo más profundo en el hombre que la piel. Lo que
este libro parece decirnos es que más allá de la piel no hay nada.
Publicado en diario Perfil, 27/9/2015
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