Haikus de las cuatro estaciones
En las versiones de Arturo Carrera
Si nos atenemos a
su definición formal, el haiku es un poema breve, casi siempre de
diecisiete sílabas distribuidas en tres versos de cinco, siete y
cinco sílabas con una referencia directa o indirecta a la
naturaleza, y que su inventor, el poeta-monje japonés Matsuo Bashô,
en el siglo XVII, describió como un camino al Zen. Pero si nos
atenemos sólo al aspecto formal, el haiku será un texto poético
cuya condición de posibilidad es ser un haiku, y en esta tautología,
cualquiera que se someta al rigor del conteo silábico será capaz de
producirlo.
Pero nada de eso
encontramos en esta exquisita forma poético-existencial, que, al
igual que el ideograma, enlaza, en la casi inmediatez del trazo, un
dibujo con una idea. Porque es el instante, “lo que está
sucediendo en este lugar, en este momento” según su iniciador, y
que portará indefectiblemente las marcas del tiempo, los estados de
la naturaleza, lo que lo constituye. (“El año se va / yo oculté a
mi padre / mis propios cabellos grises”).
Como texto que no
representa sino que designa o señala, reproduce, según Barthes, en
el gesto de mostrar, el asombro infantil. (“El humo / dibuja ahora
/ el primer cielo del año”). Sus imágenes, más cercanas a las de
las artes plásticas que a las del lenguaje, captan el movimiento que
se insinúa en el gesto corporal, aquello que deviene en el instante
de ser plasmado.
Ante la
imposibilidad de su traducción (y sacando partido de ella), el poeta
Arturo Carrera eligió hacer sus propias versiones, desatendiendo la
exigencia métrica para dejarse atrapar por el ritmo, la respiración
y el sonido de unos textos en los que descubre “no sólo las cosas
y su sentido sino la música o pasión que alguien experimentaba por
las cosas y su sentido.”
Organizado según
las cuatro estaciones del año, reúne estas pequeñas joyas escritas
por Bashô y sus seguidores, que puestas en serie, podrían
recorrerse como un libro de estampas que prescindiera de textos.
Pequeños universos (o intervalos de universos como los define en el
prólogo) que se recortan del contexto, estos textos unimembres sin
sujeto ni acción, grietas en el discurso de la prosa y de la
narración, nos ponen frente a la “transparencia del mundo” que
para su traductor, sólo el monje y el poeta son capaces de
vislumbrar.
Algo de la
experiencia mística se pone en movimiento con la lectura de estos
haikus, la misma que la fenomenología reclamaba cuando afirmaba que
la imagen poética repercute en nosotros, en aquella región que
existe antes que el lenguaje, expresándonos y convirtiéndonos en lo
que expresa. (“Noche larga / el ruido del agua / dice lo que
pienso”).
Desaprender lo
aprendido proponía Bachelard para captar la imagen poética, como
forma de recuperar la sorpresa que impide que la conciencia se
adormezca, porque el poema, nos recuerda, es un redoblamiento de la
vida, no una copia, (“En este mundo efímero / el espantapájaros
también / tiene nariz y ojos”) sino que nos hace revivir el
instante de una manera nueva y pictórica y nos da la posibilidad de
un nuevo choque, haciendo que la vida sea desbordada por el imagen
poética, que no podrá ser explicada por aquélla ya más.
Publicado en diario Perfil, 29/11/2014
No hay comentarios:
Publicar un comentario