lunes, 15 de diciembre de 2014

Escenas de pederastia

Nunca lo digas a nadie


A comienzos del año pasado, una noticia incómoda llegaba a las portadas de los diarios: el actor fetiche de Herzog, Klaus Kinski, había sometido sexualmente a su hija mayor durante toda su infancia y adolescencia. Desmesurado, mesiánico, intratable eran los adjetivos con los que el mundo del cine y sus admirados espectadores lo caracterizaban y con los que la cultura de masas viene diseñando, desde sus comienzos, la figura del genio. Su muerte no hizo más que cristalizar esta condición, que su hija se propuso derribar con la publicación de este libro de memorias que en su idioma original lleva el inquietante título de Boca de niña.
Una boca que ha decidido abrirse y ajustar cuentas con el mundo adulto que la desprotegió y no pudo ofrecerle un lugar para que sus pedidos de auxilio pudieran ser formulados.
Ya desde sus primeros recuerdos vemos a “Babbo”, como lo llama su hija, apareciendo como un torbellino cargado de regalos y exigiendo, insaciable, el amor de su pequeña niña frente a la indiferencia –y más tarde la ceguera- de su madre. Las cartas que le envía a ésta cuando todavía era un actor desocupado (“¡Esos cerdos cabrones del Burgtheater siguen sin querer hacerme un contrato fijo! … Tienes que suplicarles, tienes que decirles que soy un genio.”) muestran al mismo personaje que el cine de Herzog explotó y que a sus sufridas mujeres (hijas o esposas, diferencia que él no registraba) les tocó soportar en innumerables escenas de iracundia tanto en público como en privado.
Muñequita, princesa, ángel mío, son los vocativos con que su padre nombraba la trampa de un amor que desconoce el límite del deseo del otro y que lo convierte en el amo de las vidas de su mundo privado. “Mi padre me dijo una vez que se consideraba un zar. Y que por eso nos puso nombres rusos” recuerda su hija en este registro puntual de los catorce años en que fue su objeto de deseo, cumpliendo el pacto de silencio que, como buen pederasta, estableció: “¡Es lo más normal del mundo! Pero no puedes decírselo a nadie. ¡Es nuestro secreto! ¡A nadie! ¡o iré a la cárcel!”.
Los caprichos y arbitrariedades crecen de la mano de su fama y su cuenta bancaria. Como un tirano de la Antigüedad, ordena, manda y elige por todos, desde el menú hasta la ropa que compra en los lugares más exclusivos para luego obligarla a permanecer como un maniquí “rodeada de modistas … para estrechar, ceñir y acortarlo todo, … siguiendo las órdenes de mi padre.”
Los modales en la mesa serán otra forma de disciplinamiento en que la menor transgresión puede convertir la comida en una pesadilla: “Comemos sobre un mármol de color rojo sangre. … Durante toda la comida, observa nuestra postura, nuestras manos, cómo utilizamos los cubiertos. No se le escapa el menor movimiento. Hoy, yo soy su víctima.”

La escena tan temida se repite una y otra vez en habitaciones de casas y hoteles cada vez más suntuosos, junto con los ataques de pánico, la sensación de alienación y una culpa infinita que ni la catarsis de la confesión ni el encuentro con su vocación de actriz pudieron mitigar. Quizás este libro, escrito veinte años después de la muerte de su padre, hayan ayudado a reconstruir su subjetividad partida.

Publicado en el diario Perfil, 13/12/2014

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