lunes, 3 de diciembre de 2012

Teoría del túnel


A 25 años de la muerte de
Julio Cortázar


La máquina Cortázar parece no detenerse. Sus editores anunciaron la publicación de varios textos inéditos por estos meses en que se acaba de cumplir el primer cuarto de siglo de su muerte, que incluyen cuentos, relatos, artículos sobre literatura y hasta un libro para niños. Es una buena ocasión para recorrer algunas zonas de su obra a la luz de un cuerpo de textos críticos, durante muchos años dispersos, que fue escribiendo a la par de su ficción y que muestran una sólida formulación teórica que la sustenta.
La base de estos trabajos, la “teoría del túnel” la redacta en 1947 mientras compone los cuentos de Bestiario. Es un verdadero manifiesto en el que propone una transformación radical de los modos novelescos: una rebelión del lenguaje poético contra el enunciativo y una escritura que permita manifestar la totalidad del hombre, propuesta que conjuga surrealismo con existencialismo, a tono con el horizonte cultural y filosófico de posguerra.
La imagen del túnel marca su idea de socavar la literatura desde los cimientos para reconstruirla restituyendo a la palabra su poder de adherencia en lugar de servir de medio para otra cosa, de ser capaz de presentar en lugar de representar. Hay algo de dinamitero de lo literario en esa imagen del túnel, de vanguardista. En el prólogo a 62 modelo para armar Cortázar señala que la transgresión a la convención literaria que sus lectores encontrarán no es más que una de las posibilidades de la raíz gressio: “agresión, regresión y progresión son también connaturales a las intenciones esbozadas un día en los párrafos finales del capítulo 62 de Rayuela, que explican el título de este libro y quizá se realizan en su curso”. Desde ya que sus lectores jamás encontrarán una progresión cronológica del relato ni personajes en el sentido teatral. Lo que su teoría estética propone es concebir la escritura como forma de explorar la relación entre persona y mundo. Poner en juego estrategias de desvío, de agresión, de regresión para impedir que el lenguaje sea un obstáculo entre la conciencia y el mundo. Una escritura que no se piensa como recreación sino como demonización, en la línea de Rimbaud, en especial Una temporada en el infierno y Lautréamont y sus Cantos de Maldoror, ambos antecesores del movimiento surrealista al que Cortázar adscribió y que le sirvió para expresar la experiencia de la descolocación del sujeto en el mundo, experiencia vivida por el niño que fue y que describió en tantos reportajes como un malestar existencial.
Si la literatura ya no podrá ser una forma de expresión estética sino el modo verbal de ser del hombre, sus personajes devendrán itinerantes y su identidad será porosa, permeable a sustituciones, vampirizaciones y desdoblamientos. Hasta la misma enunciación se disgrega. El yo que se hace cargo de la narración en “Axolotl” o en “Lejana”, ¿recubre al pez o al hombre? ¿A la mendiga o a la reina? O en 62 modelo para armar, donde esa suerte de sustituto de cualquiera de los personajes de la novela llamado “mi paredro” en palabras del narrador “resulta, pues, una especie de compadre, o substituto, o baby sitter de lo excepcional, y por extensión un delegar lo propio en esta momentánea dignidad ajena, sin perder en el fondo nada de lo nuestro”. Paredro, además de compadre, padrino, remite a paradero, lugar de residencia, que en este texto se complejiza ya que las ciudades que los personajes transitan –París, Viena, Londres, Buenos Aires- pueden ser cualquier ciudad que además será el espacio del desencuentro, de la deslocalización.
Con el objetivo de minar el campo literario, propone contaminar poéticamente la novela, dotándola de procedimientos líricos como el ritmo, las aliteraciones, las traslaciones de sentido, de manera que la materia novelesca se enrarezca, se aparte de lo corriente y se convierta en “catapulta a la otredad” en palabras de su autor.
En sintonía con el surrealismo, aboga por una escritura donde la irrupción de lo onírico, las asociaciones libres, el azar y sobre todo las analogías -que le confieren un carácter mágico y extraordinario- perfore la dimensión racional y la desborde, borrando los límites entre razón y libido, entre vigilia y sueño, entre consciencia e inconsciencia y al igual que la cinta de Moebius, el pasaje de una dimensión a otra sea indecidible, ya que tanto para esta figura que representa el infinito como para el proyecto cortazariano, no hay límites precisos entre ambos planos.
Los personajes de 62… caminan por pasillos de hoteles en Viena que desembocan en una plaza con tranvías de donde saldrán a la calle 24 de Noviembre en el barrio de Once. Cada personaje proyecta uno o más dobles que los sustituyen en un juego que los hace atravesar identidades, lugares y tiempos históricos, como al joven de “La noche boca arriba” o a todos aquellos que sufren una metamorfosis en su producción cuentística.
En otro de sus textos críticos, “El gótico en el Río de la Plata”, Cortázar confiesa su tendencia a ser asaltado habitualmente por el sentimiento de lo fantástico, cuestión que lo llevó a la escritura como única manera de atravesar ciertos límites e instalarse en el terreno de lo otro.
A partir de una frase escuchada al azar, “Quisiera un castillo sangriento” (según la equívoca traducción de Juan, el protagonista de 62…, ya que “chateau saignant” es, en el plano de la prosaica realidad, un bife jugoso) la razón deja paso a lo que él designa como coágulo o constelación, donde, en forma inestable, se condensan recuerdos e imágenes en un juego de asociaciones en el que el significante “chateau” concentra varios de los sentidos que el texto desplegará en forma caótica: el castillo sangriento donde la condesa Báthory torturaba y desangraba jovencitas, que tiene su doble en el personaje de Frau Marta quien vampiriza a la joven inglesa, pareja que se reduplica en Hélène y Celia y así al infinito. Pero “chateau” también está incluido en el apellido –Chateaubriand- del autor del libro que, en forma azarosa, el protagonista había elegido en una librería momentos antes de escuchar el pedido del comensal gordo en el restaurant Polidor y que disparó la asociación de ideas.
El azar, como bien sostenían los surrealistas, parece unir elementos heterogéneos en una figura cuyos vértices podrán ser ocupados indistintamente por los personajes quienes, lejos de gozar de la libertad que pregonaba el existencialismo, se dejan actuar, formando parte de una figura que los determina. Esta figura o constelación es lo que para el estructuralismo lacaniano constituye el lenguaje o el inconciente. Si los sujetos son hablados por el mito o por el inconciente, serán pura condensación de lugares dentro de una estructura. Cortázar lo cruzará con la experiencia surrealista del golpe de dados como aquello que pone en movimiento el juego y cuyas reglas trascienden a los que participan en él. “Algo que no es nosotros y juega estas barajas en las que somos espadas o corazones pero no las manos que las mezclan y las arman” como lo enuncia Juan. Algo como un orden misterioso del cual se nos revela sólo una parte, furtivamente, como intuye al escuchar el pedido del comensal gordo y que está en la base de su concepción del género fantástico, ya no como un universo cerrado, sino como un orden oculto del que accedemos sólo a una parte y que nos invita a descubrir en su totalidad. Cortázar lo explica con la imagen de la Osa Mayor: Las estrellas que la componen no saben que forman parte de ella, del mismo modo, los sujetos forman parte de una figura que los superdetermina, gobernados por leyes alejadas de la lógica y basadas en la analogía. Esta es la matriz de su producción novelesca que se esboza en una de las morellianas como “algo irreductible a toda razón y a toda descripción: fuerzas habitantes, extranjeras, que avanzan en procura de su derecho de ciudad; una búsqueda superior a nosotros mismos como individuos y que nos usa para sus fines.”
Los dobles que en este texto son legión pero que leídos desde esta matriz pierden su carácter sobrenatural, son el producto de coincidencias, analogías o asociaciones de ideas que aniquilan el tiempo y el espacio lineales. La construcción de ese espacio deslocalizado, la Ciudad, que no se confunde con ninguna ciudad por la que deambulan los personajes pero que está en íntima relación con ellas, es una prueba. “Cualquier imagen de los lugares por donde anduviéramos podía ser una delegación de la ciudad, o la ciudad podía delegar algo suyo (la plaza de los tranvías, los portales con las pescaderas, el canal del norte) en cualquiera de los lugares por donde andábamos y vivíamos en aquel tiempo”. Esta construcción le permite, además, desplegar todo su arte de deslizamientos y pasadizos que pone en juego todo ese universo “trans”. Lugar/no-lugar donde reina lo que los surrealistas llamaban “azar objetivo”, ese vagabundeo que guiaba a Aragon o Breton por las calles de París, y que en las novelas de Cortázar tiene un carácter de fatalidad que se entronca con el concepto de figura o red. La ley de la analogía que rige a los personajes, en términos de búsqueda amorosa, conduce al desencuentro. La única pareja que logra constituirse (Celia y Austin) lo hace por fuera de la figura que forma el grupo de amigos.
Hay todo un planteo acerca de la libertad y el determinismo que el reinado indiscutido del estructuralismo francés por los años en que se Cortázar publicó sus principales novelas, (Rayuela en el 63 y 62 modelo para armar en el 68) no obturó. Tanto en la novela como en la vida, parece decirnos Cortázar, sólo existe una libertad fundada en la necesidad, en la fatalidad, donde el destino ya está escrito, al que sólo queda reescribir, aunque más no sea para rebelarse, como el pájaro que se debate en la red, porque “A cada sucesiva derrota hay un acercamiento a la mutación final, el hombre no es sino que busca ser, proyecta ser, manoteando entre palabras y conducta y alegría salpicada de sangre y otras retóricas como ésta”.

Publicado en diario Perfil

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