lunes, 3 de diciembre de 2012

Por un lugar en la historia

A 80 años de la publicación de Un cuarto propio
de Virginia Woolf





En el año 1928 Virginia Woolf fue invitada a la Universidad de Cambridge a dar unas conferencias sobre las mujeres y las novelas. Era el período de entreguerras en el que Europa se preparaba para su segura destrucción. En el continente el nazismo avanzaba junto con las revoluciones comunistas, situación de la cual Inglaterra se mantenía relativamente excluida. Las vanguardias históricas habían cambiado definitivamente el modo de percibir el arte y si bien esto no era compartido por las masas, los hombres y –minoritariamente- las mujeres artistas experimentaron un cambio radical en los modos de abordar el hecho artístico. Ese fue el contexto en el que pensó, escribió y publicó esta notable escritora algunas de las novelas que transformaron para siempre el modo de representar la realidad, el tiempo y la conciencia.
Su mirada puso de relieve lo que la historia de la literatura había “olvidado” y naturalizado: que estando excluidas de la economía y de la educación las mujeres no habían podido escribir, publicar, producir, lo cual daba como consecuencia una historia literaria mutilada, donde las grandes obras de los grandes escritores (varones) celebran las virtudes masculinas, imponen valores masculinos y describen el mundo de los hombres.
La idea que se convirtió en punta de lanza de la teoría literaria feminista –para escribir novelas una mujer debe disponer de 500 libras al año y un cuarto propio- abre la conferencia y al presentarla como “una opinión sobre un tema menor”, elige deliberadamente un lugar de enunciación poco prestigioso, la opinión, frente a la teoría como lugar masculino de enunciación.
Descubre en las diferencias de presupuesto con el que contaban las universidades donde se formaban los hombres (Cambridge) y las mujeres (Fernham), la causa principal de la pobreza intelectual de estas últimas y los efectos que sobre su literatura podía tener la falta de una tradición cultural, producto de la prohibición de trabajar, de disponer de su dinero, de estudiar o publicar hasta muy poco tiempo antes.
Si la educación de excelencia y las comodidades son el alimento para la imaginación, aquellos que han disfrutado históricamente de estos privilegios se resisten a perderlos y expresan su miedo en libros que titulan La inferioridad mental, moral y física del sexo femenino. La historia de la oposición de los hombres a la emancipación de las mujeres es quizás más interesante que la historia misma de esa emancipación, sostiene la autora, que no se conforma con hacer el catálogo de las atrocidades que han vociferado los grandes sabios de la historia, sino que busca las causas materiales de esta desigualdad. Para eso imagina lo que hubiera ocurrido si Shakespeare hubiera tenido una hermana con su mismo talento. Al no poder acceder, como él, al estudio formal, ni deambular por las calles de Londres, vivir en un teatro, actuar, o publicar sus obras, habría terminado sus días en un hospicio o en una fosa común, porque el genio no nace de la falta de educación ni del trabajo embrutecido, único espacio posible para una mujer en el siglo XVI. Hubo que esperar 300 años para que se produjera lo que V. Woolf considera un hito histórico más importante que las Cruzadas: las mujeres de clase media empezaron a escribir y conformaron la tradición esencial para la aparición de la Austen, las Brontë o George Eliot. Y fueron sus condiciones materiales las que impulsaron a las mujeres a dedicarse a un género literario como la novela, cuando la tendencia inicial había sido la poesía y la escritura de cartas. Según esta autora, fue la necesidad de escribir en la sala común, sufriendo interrupciones y ocultando sus escritos lo que las llevó a la experimentación con un género aún joven y por lo tanto moldeable, que no requería tanta concentración y que se nutría de la observación de caracteres, único aprendizaje literario al que podían acceder. Las novelas de este período portan las marcas de su lucha y muchas veces las escritoras descuidan a sus personajes para contestar a un agravio personal.
Por ese motivo reclama una nueva forma literaria para una nueva época donde las mujeres ya no sean vistas sólo en su relación con los hombres, sino en una relación de iguales y en su vínculo con la vida. Piensa que si los hombres hubieran figurado en la literatura sólo como amantes, hijos o padres de las mujeres, aquélla sería más pobre de lo que ha sido al haberle cerrado las puertas a las mujeres. En su programa estético advierte sobre la necesidad de salir del espacio privado pero sin renunciar a él, es decir, convoca a escribir como mujeres acerca de todo lo que las mujeres son capaces de experimentar y de esa manera, enriquecer la mirada, hasta el momento excluyente, que la literatura tiene sobre el variadísimo mundo para el cual, dos sexos no alcanzan para expresarlo en toda su riqueza. Una inteligencia andrógina sería, citando a Coleridge, la más adecuada para mostrar las diferencias.
Pide a las escritoras ser capaces de enfrentar una situación narrativa, es decir, bucear en la realidad, ya que el arte genera un cambio en la percepción que permite luego ver el mundo desnudo y dotado más intensamente de vida. Con dinero suficiente y una habitación propia las mujeres podrán vivir en presencia de la realidad una vida estimulante digna de comunicar y dejarán atrás la época en que gozaban de la misma libertad intelectual que los hijos de los esclavos atenienses.
Famosa fue la traducción que de este texto hizo Borges para la editorial Sur en 1936. Lo más sorprendente es escucharlo confesar en uno de los diálogos que mantuvo con Osvaldo Ferrari en la radio, que la responsable de la traducción fue, en realidad, su madre. Una “picardía” que no hace más que reproducir la lógica de la invisibilidad del trabajo intelectual de las mujeres. Contra estas sinrazones luchó Virginia Woolf hasta perder la propia.

Publicado en diario Perfil

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