lunes, 3 de diciembre de 2012

Conspirar contra los adultos

La conjura de ROALD DAHL





Un 13 de septiembre, hace 90 años, nacía Roald Dahl, un gigante galés que parecía salido de una saga noruega de cuentos de hadas, país del que era originaria su familia. Autor de varios clásicos de la literatura infantil como Las brujas, Matilda o Charlie y la fábrica de chocolate, supo como pocos ensamblar la experiencia personal y colectiva de su época con la tradición europea de la literatura maravillosa.
Después de atravesar una infancia y una adolescencia bajo la disciplina feroz de la educación inglesa (como en la escuela pública de Repton, cuyo director, el futuro arzobispo de Canterbury se destacaba por la crueldad con la que aplicaba los castigos físicos) decidió huir de la vida académica y correr mundo. “Durante los dos años siguientes trabajé para la Shell en Tanzania… Era una vida fantástica… Aprendí a hablar en swahili. Viajaba hacia el interior del país visitando minas de diamantes, de oro y todo lo demás. Había jirafas, cebras, leones y antílopes por todas partes…”
Tenía 23 años cuando estalló la Gran Guerra que protagonizó desde el aire como piloto de la Royal Air Force. En 1940 derribaron su avión y tuvo que convalecer durante seis meses por un gravísimo traumatismo de cráneo. Y fue así como se hizo escritor: C. S. Forester, uno de sus autores favoritos, le pidió material sobre sus experiencias en el frente. Dahl le envió narraciones que fueron publicadas en el Saturday Evening Post sin que se les corrigiera ni una coma. Una vez casado, se dedicó a escribir los cuentos que les contaba a sus hijos, como un viejo guerrero que vuelve a casa luego de recorrer el mundo y se sienta junto al fuego a cautivar al auditorio con el relato de los peligros que enfrentó.
El público, especialmente el infantil, disfrutó tanto sus libros como sus versiones cinematográficas. En 1961 publicó James y el melocotón gigante, pero las ventas millonarias y la popularidad llegaron en 1964 con Charlie… Su obra fue traducida a 17 idiomas y fue en el año 1978 cuando encontró en el dibujante Quentin Blake a su verdadero par, capaz de ofrecer con sus ilustraciones una lectura personal y aguda de los personajes, algo que más adelante haría Tim Burton, otro gran lector de Dahl.
En Las brujas, de 1983 (un verdadero manual para cazadores de hechiceras), el protagonista es convertido en ratón por un congreso de brujas reunidas bajo la apariencia de una sociedad “para la prevención de la crueldad con los niños” (cualquier similitud con la “Fundación Felices los Niños” corre por cuenta del lector). El protagonista, de la mano de su sabia y brujófila (sic) abuela, dedicará su corta vida de ratón a desmantelar esta asociación.
Dahl conoce los tormentos que son capaces de infligir los mayores y ése es el material de su literatura. "La llave del éxito consiste en conspirar con los niños contra los adultos. Puede ser una fórmula simplista, pero funciona. Los padres y los maestros son el enemigo.” Los señores Wormwood (“gusano de la madera”), padres de la precoz Matilda, expresión del adulto ambicioso y depredador, desprecian a su hija, una auténtica bruja inteligente y vengativa, que decide hacer justicia explotando sus poderes paranormales.
Todos sus protagonistas son los héroes de un relato único, aquél que Vladimir Propp definió como la base morfológica de todos los cuentos maravillosos: el mito. En él encontró una sucesión de funciones idénticas que lo constituyen: una situación inicial de carencia que da lugar a la salida del héroe en busca de un objeto mágico que le permita reparar el daño sufrido a causa del malvado agresor. El fundamento de la serie es el viaje, que adoptará distintas formas: podrá realizarse en un ascensor de cristal desde la fábrica de Willy Wonka, en una media tejida por la abuela del ratón de Las brujas o a través de la literatura universal, que Matilda emprende de la mano de la bibliotecaria del pueblo, la señora Phelps, una auténtica auxiliadora.
Si la utilización del objeto mágico permite salir de la pobreza, siempre resplandecerá, mostrará su valor. Los billetes dorados que Willy Wonka reparte en sus chocolates, son, como la cornucopia, la fuente de la alimentación eterna, el fin de la miseria para su familia y la entrada a la fábrica que, como la casa de la bruja de Hansel y Gretel, se deja comer desde los cimientos.
Los niños, en la literatura de Dahl, son héroes de una epopeya que los adultos han perdido definitivamente. Quizás, como decía Benjamin, porque hayan olvidado que “el hada, gracias a la cual se tiene derecho a un deseo, existe para todos. Sólo que son pocos los que logran recordar el deseo que han expresado”.


 
Si de enemigos de la infancia se trata, hoy los mecanismos de control (lo que Foucault denominó “biopoder”) producen niños que no son otra cosa que el proyecto ideológico de sus padres: niños sobresaturados de protección, pequeños yuppies con celular, agrandaditos que constituyen el futuro, ya no de la raza sino de su clase y que son la contra-cara de la pesadilla más siniestra de la modernidad: chicos que transitan su infancia en la calle, y que según las últimas estadísticas, aportan con su trabajo entre $20 y $100 al mes. Ambos, aunque por motivos opuestos, han sido expulsados de su lugar, la infancia. W. Benjamín reclamaba, en su programa para la niñez, la realización plena de la infancia. Ni privatización ni intemperie. Quizás sea éste el lugar desde el cual empezar a modificar lo inaceptable.

Publicado en diario Perfil 8/10/2006

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