domingo, 18 de agosto de 2024

Los desconocidos de siempre

 Esa gente que no conocemos


            El último libro de Lydia Davis nos dio mucho que pensar, dado que esta consagrada cuentista parece haber sucumbido a las presiones editoriales, y haber aceptado reunir una cantidad importante de relatos -a los que esta vez no podríamos llamar cuentos- que fueran publicados en alrededor de cuarenta revistas y suplementos literarios del mundo anglosajón, algunos tan prestigiosos como The New Yorker, The Paris Review o Granta, junto a otras tantas notas escritas a mano alzada, que parecen salidas de las libretas que todo escritor lleva consigo a cualquier lugar adonde vaya, y en crudo.

Pero que no sean textos originales o que pertenezcan al ámbito de lo privado no les quita mérito ni los califica como producciones menores per se. Tampoco la elección de los temas, del orden de lo cotidiano o aleatorio. La buena literatura sabe conmovernos o hacernos ver con otros ojos lo que la costumbre nos velaba y un simple paseo por el bosque puede abrirnos las puertas de la percepción y hacernos reflexionar sobre la metafísica del viaje. En este conjunto de textos o misceláneas, lo que sorprende es la falta de una idea que los articule alrededor de un propósito literario y el escaso trabajo sobre la materia narrada, que hace que nos cuestionemos qué entendemos por literatura, cuando tenemos sobradas muestras de los diarios de ciertos escritores que, como brillantes works in progress, han logrado crear un nuevo subgénero literario.

Por estas páginas desfilará toda clase de gente anónima, vecinos recientes a los que los une una guerra incomprensible y prolongada o la solidaridad, exhibida en pequeños avisos clasificados pueblerinos; eventuales comensales de restaurantes o viajeros con los que se compartieron innumerables viajes en tren y en avión, a los que la autora apenas les esboza una vida, describiéndolos en un presente continuo; recuerdos de lecturas que la llevan a reescribirlas, casi en voz alta, junto a aquellos seres con los que se comparte la vida de todos los días, hombres y mujeres que, después convivir durante muchos años, descubren, en el murmullo de un diálogo entre dientes, que es el cortocircuito lo que prevalece en la comunicación y cuán desconocida puede llegar a ser la persona elegida.

Sus criaturas son gente a la que no vamos a conocer nunca porque su autora nos mantuvo al margen, tanto a sus personajes como a nosotros, de esa maravillosa aventura que es encontrar en un personaje literario ese borde donde lo real se transmuta en ficción para hacernos descubrir las infinitas versiones de lo humano que habitan en nosotros.

Pero también, de tanto en tanto, nos encontramos con pequeños relatos como haikus, donde la Davis concentra toda la eficacia de una mirada y una pluma capaz de ofrecer, en una pincelada, algo de su maestría: “De niño, solía preguntarse por qué su padre lloraba ahí sentado mientras escuchaba un vinilo del cantante Enrico Caruso. Con el tiempo, ya de adulto, empezó a sentarse ahí con su padre, a escuchar a Caruso y llorar.”

Publicado en Perfil, 18/8/2024

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