domingo, 17 de marzo de 2024

Blanca y radiante

La Niña de Oro

            Debajo de la superficie de las cosas ningún hombre puede acceder a su verdadera naturaleza, nos dice Chesterton desde el epígrafe con el que se abre esta novela policial, contradiciendo la máxima aceptada por muchos de que la solución más simple es la que más se acerca a la verdad. Y serán estas dos posiciones, la primera, asumida por la protagonista, la secretaria de la Fiscalía, y la segunda, por el subinspector de la policía, las que confrontarán a lo largo de la novela.

            El asesinato de un ignoto profesor de biología con algunas cosas que ocultar, cometido a finales del siglo pasado, abre el abanico de unas posibilidades tan descabelladas como siniestras y de unos personajes salidos del mejor grotesco argentino: un taxi boy albino (Copito, el centro alrededor del cual gira todo el drama), un adolescente regordete con un corte de pelo que atrasa varios siglos, una prostituta enana y hasta un brujo africano y sus secuaces, conforman una galería de monstruos circenses que, el trío de malabaristas deslumbrantes con los que se encuentra la protagonista todas las veces, lo refuerza.

            Un juego inventado por ella y su padre durante su infancia, el del hallazgo de dos o tres coincidencias sobre un mismo tema, las “duquesas” y “tricotas”, guían, como miguitas desperdigadas a lo largo del relato, la lectura de una investigación que se bifurca porque, ya entendimos, nada es lo que parece. Y si uno de los fundamentos del arte para Borges, el azar, los ecos y resonancias, dominan este relato, es en la literatura como juego y disparate donde podemos encontrar a César Aira, cuando una noticia policial desopilante ocurrida en Coronel Pringles y reproducida por Crónica TV, demuestra que el grotesco es nuestra marca en el orillo.

            Como buen “renacentista depravado” como define Alan Pauls a este autor, exhibe una gran capacidad para el cambio de registro, pasando del lunfardo a las citas clásicas y juega con ese borde donde los chistes se tocan con la incorrección, cuando el habla de los años 90 la invisibilizaba, y utiliza una cantidad de giros propios (“le dieron para que tenga”) que, suponemos, haría de la traducción de este texto una misión imposible.

            Como Borges, construye todo un sistema de nominación que, en su caso, resulta su reverso: los Carrucci, Bertolotto, Milpena y Paniagua pueblan (nunca mejor dicho) el relato, contra la figura del padre de la protagonista, Francisco Rey, un caballero refinado y sensible que forma, junto con su hija, una pareja literaria entrañable.

            Toda clase de libros circulan por este texto: libros raros, ediciones antiguas, policiales del Séptimo Círculo pero, contra la idea del “policial erudito”, es la realidad política la que sostiene su intrincada trama. El nombre del joven albino, “Copito”, los siete cuadernos Gloria encontrados en la casa del profesor asesinado y los huesos diseminados por la ciudad nos hablan de una historia de intento de magnicidio e impunidad, de corrupción y violencia estatal, del que nuestro país es una fuente inagotable.

Publicado en diario Perfil, 17/3/2024

           

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