98 segundos sin sombra
La adolescencia, ese estado de
metamorfosis aleatoria, es, definitivamente, un tiempo de lucidez
brutal en que la certeza de no pertenecer a este mundo se impone con
la misma certidumbre de que la única solución es la fuga
programada. Freud también lo supo y así lo describió en “La
novela familiar del neurótico”, como el momento en que la ilusión
de ser el vástago de unos padres encumbrados cae a pique y el de la
búsqueda de sustitutos con el deseo de que sean los auténticos.
Y también es el tiempo de la lectura
en su puro uso instruccional. Genoveva, la protagonista de esta
novela, sobrevive a sus circunstancias familiares gracias a las
letras de las canciones de Queen, a citas del Diario de Ana
Frank, las revistas esotéricas que su abuela -suerte de
sacerdotisa vudú- colecciona, los mapas astrales de una madre zen y
las frases de intelectuales recopiladas en las carpetas polvorientas
de un padre derrotado.
Estamos a fines de los 80, el año en
que el cometa Halley surcaba los cielos de Therox, un pueblo perdido
en lo profundo de Bolivia, al que poco tiempo antes de la invasión
de agentes de la DEA por el avance de la producción cocalera, sus
habitantes llamaban el “Culo del Mundo”, y al que el
neoliberalismo arrasó junto con el atraso provinciano para
convertirlo en una paradoja de modernidad impostada.
Y es la impostura del lenguaje adulto
el mayor enemigo de la protagonista, que encuentra en la retórica
revolucionaria de su padre o en el discurso reaccionario de las
monjas de su colegio, las trampas que el universo adulto le reserva:
“crecer, estar triste, asfixiarte”. Será ese el motivo por el
que entrecomilla las palabras, para señalar su carácter de
intrusas, sabiendo, junto con Freud, del poder de destrucción del
que son capaces, pero también del poder liberador, cuando, en la
escritura de su diario, se apropia del léxico heredado para
construir su propio guión.
Igual que “la chica Frank”, la ira
y la ferocidad de los sentimientos -que, descubre en los rituales
vudú de su abuela, duelen en el cuerpo- son el combustible que la
impulsan a escapar de ese campo de batalla que es la familia y del
infierno de la aldea, donde su padre, un ex guerrillero -pero sobre
todo, ex soñador y ex joven- porta el peso de vivir a medio camino
entre un pasado heroico y un presente miserable junto a una madre
aislada en la melancolía, entre un mundo de trascendencia y una vida
doméstica asfixiante.
El universo
femenino, explorado en todos sus detalles, está lejos de la
conmiseración. Muchos de sus personajes son verdaderas brujas y no
siempre en el sentido de sabias. Disfuncionales, desbordan ferocidad
y la electricidad, como las imágenes de los videoclips, atraviesa
sus cuerpos anoréxicos que se niegan a “tragarse” el mundo de
los adultos, otros, ofreciéndose en sacrificio, se convierten en
modelo de virtud para la institución religiosa, y otros, como un
Pac-Man recién importado, comen vorazmente hasta salirse de sí.
Dignos de la Metamorfosis de Ovidio, jamás son lo que
parecen. Ambivalentes, contradictorios, mestizos, producto de varios
cruces culturales -en el sentido muy amplio del término-,
desfasados, desbordan los moldes sociales y subjetivos, y configuran
pequeños universos a punto de estallar.
Pero hay algo más
por lo que este texto deslumbra y es en su factura que logra
ensamblar, como un mapa astral, la política, la religión,
lo ancestral, los saberes campesinos, las sectas milenaristas, lo pop
y ultramoderno, lo ordinario con lo extraordinario, en un diálogo
con la literatura universal, para dibujar una constelación en
la que el azar puede unir, como en la figura de la analogía,
universos tan dispares. O quizás sólo responda a la ley de la
reciprocidad, como le gusta pensar a su inteligente y rebeldona
protagonista.
Publicado en diario Perfil, 18/12/2016
No hay comentarios:
Publicar un comentario