lunes, 19 de diciembre de 2016

Formas de desaparecer completamente

98 segundos sin sombra

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La adolescencia, ese estado de metamorfosis aleatoria, es, definitivamente, un tiempo de lucidez brutal en que la certeza de no pertenecer a este mundo se impone con la misma certidumbre de que la única solución es la fuga programada. Freud también lo supo y así lo describió en “La novela familiar del neurótico”, como el momento en que la ilusión de ser el vástago de unos padres encumbrados cae a pique y el de la búsqueda de sustitutos con el deseo de que sean los auténticos.
Y también es el tiempo de la lectura en su puro uso instruccional. Genoveva, la protagonista de esta novela, sobrevive a sus circunstancias familiares gracias a las letras de las canciones de Queen, a citas del Diario de Ana Frank, las revistas esotéricas que su abuela -suerte de sacerdotisa vudú- colecciona, los mapas astrales de una madre zen y las frases de intelectuales recopiladas en las carpetas polvorientas de un padre derrotado.
Estamos a fines de los 80, el año en que el cometa Halley surcaba los cielos de Therox, un pueblo perdido en lo profundo de Bolivia, al que poco tiempo antes de la invasión de agentes de la DEA por el avance de la producción cocalera, sus habitantes llamaban el “Culo del Mundo”, y al que el neoliberalismo arrasó junto con el atraso provinciano para convertirlo en una paradoja de modernidad impostada.
Y es la impostura del lenguaje adulto el mayor enemigo de la protagonista, que encuentra en la retórica revolucionaria de su padre o en el discurso reaccionario de las monjas de su colegio, las trampas que el universo adulto le reserva: “crecer, estar triste, asfixiarte”. Será ese el motivo por el que entrecomilla las palabras, para señalar su carácter de intrusas, sabiendo, junto con Freud, del poder de destrucción del que son capaces, pero también del poder liberador, cuando, en la escritura de su diario, se apropia del léxico heredado para construir su propio guión.
Igual que “la chica Frank”, la ira y la ferocidad de los sentimientos -que, descubre en los rituales vudú de su abuela, duelen en el cuerpo- son el combustible que la impulsan a escapar de ese campo de batalla que es la familia y del infierno de la aldea, donde su padre, un ex guerrillero -pero sobre todo, ex soñador y ex joven- porta el peso de vivir a medio camino entre un pasado heroico y un presente miserable junto a una madre aislada en la melancolía, entre un mundo de trascendencia y una vida doméstica asfixiante.
El universo femenino, explorado en todos sus detalles, está lejos de la conmiseración. Muchos de sus personajes son verdaderas brujas y no siempre en el sentido de sabias. Disfuncionales, desbordan ferocidad y la electricidad, como las imágenes de los videoclips, atraviesa sus cuerpos anoréxicos que se niegan a “tragarse” el mundo de los adultos, otros, ofreciéndose en sacrificio, se convierten en modelo de virtud para la institución religiosa, y otros, como un Pac-Man recién importado, comen vorazmente hasta salirse de sí. Dignos de la Metamorfosis de Ovidio, jamás son lo que parecen. Ambivalentes, contradictorios, mestizos, producto de varios cruces culturales -en el sentido muy amplio del término-, desfasados, desbordan los moldes sociales y subjetivos, y configuran pequeños universos a punto de estallar.

Pero hay algo más por lo que este texto deslumbra y es en su factura que logra ensamblar, como un mapa astral, la política, la religión, lo ancestral, los saberes campesinos, las sectas milenaristas, lo pop y ultramoderno, lo ordinario con lo extraordinario, en un diálogo con la literatura universal, para dibujar una constelación en la que el azar puede unir, como en la figura de la analogía, universos tan dispares. O quizás sólo responda a la ley de la reciprocidad, como le gusta pensar a su inteligente y rebeldona protagonista.

Publicado en diario Perfil, 18/12/2016

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