La habitación del Presidente
“¿Es posible que el secreto esté
expuesto ante nosotros, que ya sepamos qué es?” se lee en el
epígrafe que abre la novela y cualquiera que haya pasado por el
diván de un analista lo puede confirmar. Y si hay un producto de la
creación humana donde anidan los secretos es la casa, la
protagonista de esta historia de fantasmas, para seguir con la
metáfora psicoanalítica.
Una casa que su morador -el hijo del
medio, ese lugar desdibujado dentro de la estructura familiar-
describe recorriendo, palpando y acechando, desde sus cimientos hasta
el altillo y que, como todas las casas del barrio, carece de sótano
porque están prohibidos, pero incluye una habitación reservada para
la visita del Presidente.
Y fue la fenomenología, siguiendo a
Jung, la que desarrolló el concepto de “topoanálisis”, en la
idea de que no somos otra cosa que funciones del habitar la casa de
la infancia, aquella en la que el espacio conserva tiempo comprimido
y el lugar donde el inconsciente reside.
Siguiendo el plano
del ensueño y no de la lógica, nos dirá Bachelard, el sótano es
irracionalidad, y a partir de Poe, locura enterrada. (No en vano, en
la ciudad de esta historia, los sótanos están prohibidos). El
altillo, el espacio de la soledad constitutiva, es el lugar donde el
protagonista se recluye para pensar y mirar la ciudad a lo lejos
tanto como sobre el gran árbol de la calle, el sitio donde la
infancia construye sus guaridas. La escalera, los rincones o la
enigmática habitación del Presidente serán otras tantas zonas
habitadas (origen de la palabra “hábito”, según Bachelard, “ese
enlace apasionado de nuestro cuerpo que no olvida la casa
inolvidable”) así como las paredes medianeras le recordarán la
piel tensa y caliente durante las fiebres. Y la luz de la entrada que
permanece encendida por las noches -el ojo de la casa, según
Bachelard, ya que por esa luz la casa ve, vigila y muestra su
humanidad- el escenario en el que, lo que debía permanecer oculto,
finalmente se muestra.
Publicado en diario Perfil, 18/10/15
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