Hombres sin mujeres
Infinitos son los modos en que los
lectores abordan un texto. La sociología, la historia cultural y
hasta los estudios de la vida cotidiana no dejan de interesarse por
una práctica tan esquiva como múltiple. Y uno de los modos posibles
es el prejuicio, que no por malpensante deja de tener su
productividad.
La primera operación que el lector
con prejuicios realiza es ver si se confirman. Pero si no lo guía la
animadversión sino una idea de la literatura que implique un trabajo
con sus materiales, seguramente encontrará en estos cuentos de
Murakami parte de sus sospechas confirmadas. Pero sólo en parte,
porque, si bien su prosa padece de una simplicidad por momentos
escolar, pareciera albergar en su linealidad pequeños (y delicados)
destellos, formas de la intuición o impresiones acerca del misterio
que significan para estos hombres solos las mujeres, o en última
instancia, de la imposibilidad de conocer al otro. Como la tensión
que percibe en la forma de manejar de las mujeres, en el primer
cuento, un actor que acaba de enviudar, y que se convierte en la
cifra de lo inexplicable de las infidelidades de su esposa.
El amor, en cualquiera de sus formas,
estará condenado al fracaso (y acosado por el límite de la muerte),
ya que se aloja en “un órgano independiente” -tal el título de
unos de los relatos- ingobernable y caprichoso, aún para el metódico
cirujano plástico que lo protagoniza, un amante exitoso que al
enamorarse descubre la siniestra experiencia de la pérdida de
identidad.
Pero hay un único relato, diferente a
todos -y quizás el mejor logrado- en que el amor aparece como una
posibilidad y comienza de esta forma: “Cuando despertó, descubrió
que se había transformado en Gregor Samsa.” La historia de la
metamorfosis más célebre de la literatura (y de la experiencia de
la soledad más radical) convertida, por obra de una nueva
metamorfosis, en un escenario opresivo y kafkiano donde Samsa al fin
encuentra una mujer a su medida.
Publicado en diario Perfil, 19/4/2015
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