De la cantera de notables historietistas francófonos que
publicaran sus primeros trabajos en revistas belgas como Spirou o Le
moustique, surgió el personaje del pequeño y travieso Nicolás, cuando el
guionista René Goscinny, recién llegado de EE.UU. (luego de pasar su infancia y
adolescencia en Buenos Aires), conoció al dibujante Jean-Jacques Sempé, en
1954, dando comienzo a una de las más fructíferas sociedades creativas que dio
este género.
Después
de décadas en las que varias generaciones de lectores pudieron disfrutar de
estas deliciosas aventuras (y compartirlas con sus pequeños), se publican en
nuestro idioma algunas páginas de la historieta a color que dio origen a las historias
de El pequeño Nicolás, donde podremos encontrarnos con el proto-personaje
que unos años más tarde adoptaría los rasgos que hicieron famoso a su
dibujante.
Y
aquellas bandes dessinées mostraban ya a un personaje hiperkinético e
irreverente que, junto a su infantilizado padre, en una sola página y en pocos
cuadros, demostraba su capacidad para meterse (y generar) todo tipo de
problemas.
Sus
personajes, de una potencialidad cómica indiscutible, encontraron más tarde en
el formato narrativo el espacio donde desplegar todo el talento de su guionista
(que ya colaboraba en varias revistas al mismo tiempo, creando aquellos
personajes que le dieron fama mundial como Asterix, Lucky Luke e Iznogud) y
donde aparecen retratados cada uno de sus amigos, quienes, junto al
protagonista, hicieron transpirar a sus sufridos maestros y directores y a
todos los adultos que los tuvieran a cargo, aunque más no fuera por un rato, cuando
intentaban cortarles el pelo, inculcarles disciplina o simplemente, venderles
un par de zapatos. Eran los años de la posguerra y del existencialismo, en los
que Francia, el país de la “resistencia”, quizás en un intento por sublimar la
derrota sufrida en manos de los nazis cuando fue ocupada, produjo aquellos
personajes “que resisten una y otra vez al invasor” y que, como el pequeño
Nicolás, son refractarios a cualquier autoridad (y a cualquier esfuerzo por civilizarlos),
y que, con la mayor de las ternuras, deja en ridículo a todas las figuras del
poder.
Algo
de esta irreverencia se filtra de la biografía de sus autores, quienes recuerdan
una infancia plagada de travesuras y risas, que se hicieron amigos inseparables
y se convirtieron en “cómplices auténticos” frente al mundo de los adultos.
Quizás sea por eso que sus historias siguen siendo tan vigentes.
Publicada en La gaceta de Tucumán, 13/10/24
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