domingo, 24 de septiembre de 2023

Casi no estoy loco

 Cassavetes dirige. (En el rodaje de Love Streams)



 

            Asistir a la cocina de una de las filmografías más disruptivas del cine norteamericano, la de John Cassavetes, es una oportunidad que se da pocas veces en la vida. Y es la que le tocó al crítico de cine (y fanático de su obra), Michael Ventura, elegido por este genial cineasta para escribir un diario de la filmación de lo que sería su última película, Love Streams, de 1984, que a su vez se convirtió en el guión del documental que este último dirigió sobre su rodaje y que lleva por título Casi no estoy loco, un título que, según el asistente de dirección, describe perfectamente a cualquiera de los que participaron en él. Una experiencia de cine dentro del cine, que pone en escena el universo cassavetiano, despojado de cualquier artificio que lo aleje de lo que los hombres y las mujeres tienen de genuino, dentro y fuera del set y que hace de la actuación el centro alrededor del cual se construye toda la obra.

Para eso, convivió durante los meses que duró el rodaje, durante 1983, con el equipo que participó de esta demencial experiencia cinematográfica y vital, como fue toda la filmografía de Cassavetes y registró el proceso de creación de una obra que, como en el jazz, se va armando y reescribiendo hasta separarse por completo del guión original y que compone, alrededor de su esposa y musa, Gena Rowlands (el equilibrio perfecto entre elegancia y crudeza), en cada una de las escenas que la tienen como protagonista, el centro de irradiación del sentido.

Cassavetes entendía el cine como la continuación de la vida, a sus personajes, como simples mortales, con sus claroscuros y su comportamiento errático y exigía a los que participaban en él -a los que consideraba parte de una misma familia- un compromiso vital con lo que se juega en la creación de sus obras. El mismo que desplegaba en cada uno de sus roles tanto de director como de actor y el que exhibió en este film, en el que su enfermedad le sirvió para caracterizar la desesperación y el derrumbe del personaje que compuso.

Y si el cine es la continuación de la vida por otros medios (ya que jamás se sabe qué va a pasar a continuación, ni en la vida ni en sus películas, nos recuerda), su casa familiar será el set principal y las habitaciones, sala de maquillaje, oficina y bar. Es que “la vida de John es como una película de Cassavetes” dirá su amigo Ted Allan, el guionista que descubrió, una vez terminada la película, que no habían quedado rastros de su escritura original, a lo que, por otro lado, ya estaba más que acostumbrado.

Las habitaciones serán el espacio elegido por este director para confinar a sus personajes, enfrentarlos a sí mismos y a los demás, en escenas de una intensidad agobiante (y de una dificultad técnica importante), de manera de revelar la vida interior de unos seres perdidos, sin brindar información sobre la naturaleza de la relación que existe entre ellos, con el fin de “no darle al público lo que le gusta, sino la verdad.” Un camino hacia la abstracción que en este último film decidió emprender, adelgazando la trama, de manera que la resolución quedara a cargo de la interpretación del espectador y no de la narración.

Es que su credo artístico era seguir el rumbo de lo que la película necesita en función de lo que dictan las actuaciones, por lo que el guión se verá modificado una y mil veces. “Yo no dirijo, armo situaciones. A veces funciona y a veces, no.” La misma exigencia de creatividad y de temeridad corría para todo el equipo, a los que empujaba a hacer todo como si fuera la primera vez. Una idea del arte deudora de las vanguardias que generó en sus colaboradores un respeto y una devoción difíciles de encontrar en cualquier otro director y que los llevó, como Cassavetes les pedía, a apropiarse del film.

            Largas tomas de una improvisación salvaje y demencial son el sello de este director con el alcohol como personaje central, el fondo sobre el cual se encadenan las situaciones y el combustible que lo mantiene en un estado de actividad constante a pesar de su enfermedad, empujando a los demás y a sí mismo al límite de sus posibilidades, como el personaje que compone, un hombre desesperado y abatido, sobreviviente del amor, ese núcleo duro que es el centro de toda su obra y que definió en uno de sus encendidos monólogos frente al autor de este diario como “la habilidad de no saber”.

Como buen descendiente de griegos, entiende el amor como sinónimo de filosofía y a partir del descubrimiento de que “el amor se detiene. Hasta que le damos cuerda y empieza de nuevo. Porque si se detiene para siempre estamos muertos”, toda su filmografía fue un intento de asir ese “no saber”, ese “torrente continuo” y un canto a la mujer con la que compartió su vida y su carrera, la descomunal Gena Rowlands.

Y es en esta búsqueda donde se cifra el cine de un autor que, admirado nada menos que por Kurosawa, construyó una obra única, de espaldas a la industria. Un hacedor de atmósferas oníricas más que de tramas, que entendía que su oficio era “como construir una casa y al final del día, tirarla abajo para volver a construirla al día siguiente.” Casi una postal de su ars amandi.

Unos meses antes de su muerte, en 1989, el festival Sundance lo homenajeó con una retrospectiva de su obra (en la que, a sus trabajos actorales al mando de otros directores les dedicó la misma pasión y seriedad) y la curaduría estuvo a cargo del autor de este diario de filmación, garantía de un trabajo riguroso sobre su obra y un amoroso homenaje a un director que se impuso a la mayor industria cinematográfica del mundo, en su mismo terreno, los estudios de Hollywood, en los que se dio el lujo de hacer el cine que él quería y al que le entregó una vida hecha obra. Por algún motivo inexplicable, sus películas, en los últimas décadas, no han sido ni son motivo de una retrospectiva para los organizadores de ciclos de cine. Esperemos que la publicación de este trabajo cambie este estado de cosas.

Publicado en Perfil, 24/9/2023

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