viernes, 31 de octubre de 2014

Verdadera correspondencia

Sigmund y Anna Freud. Correspondencia 1904 - 1938























La sexta y última hija de Freud, Anna, tenía ocho años cuando comienza el intercambio epistolar con su padre que continuó hasta poco antes de la muerte de éste, en Londres, cuando la familia decidió emigrar corrida por la persecución nazi. El “demonio negro” como él la llamaba, reclamaba, desde su último lugar, la atención de un padre que, para ese momento, ya había producido en el campo intelectual y científico europeo, un cambio de paradigma comparable al de Einstein (al que le llevó muchos años comprender los principios del Psicoanálisis) en el campo de la Física.
Si hay una escritura que permite como pocas conocer la trastienda de una época histórica y de sus protagonistas es la que conforma el género epistolar. Las cartas de Anna encabezadas con un “¡querido papá!” y cerradas con un “tu” Anna, son muy elocuentes y hablan de la admiración profunda y del apego que la unía a un padre que funcionó como referente intelectual y emocional y de una relación (edípica, diríamos, junto con la vulgata) que con los años, la transformó en par, compañera e interlocutora. “Quizás solo se trate de que mi lazo con él es más importante que la separación” reflexionaba luego de su muerte. “Al menos, aquello que uno ha recibido de él sigue siendo mucho más de lo que otras personas poseen en suma.”

Y a pesar de que el libro reúne la correspondencia de ambos, de alguna manera es Anna la que asume el punto de vista de una historia en la que el fundador de la trangresora teoría psicoanalítica se sorprende y debe aprender a aceptar que su pequeña hija no encaja en los estrechos moldes que su sociedad espera que ocupe. Precozmente interesada en el trabajo de su padre (“Aquí también leí algunos de tus libros, pero no te horrorices porque ya soy grande y no es ningún milagro que me interesen.”) recibe varias recriminaciones paternas, quien la encuentra “insaciable con sus proyectos de estudio” y le advierte sobre los desarreglos a los que se expone y de paso, qué es lo que espera de ella: “Nos daremos cuenta del cambio cuando notemos que no eludes ascéticamente los entretenimientos propios de tu edad sino que también quieres lo que les da placer a otras muchachas.”

Poco a poco, mientras asume cada vez más responsabilidades dentro del círculo psicoanalítico, traduciendo los trabajos de su padre al inglés y presentando sus propios textos sobre Psicología infantil en los congresos de la Asociación Psicoanalítica Internacional, la devoción por su progenitor se mantiene intacta, lo que la lleva a aceptar sus indicaciones escritas con inapelables imperativos (deberás, tendrás, pensarás, no rehuirás, etc.) y a requerir su opinión sobre todos los temas posibles: “Tu respuesta es muy bella y correcta y ni siquiera podría ser de otra manera.”

La revelación del diagnóstico definitivo sobre la malignidad del cáncer de garganta que le habían descubierto a Freud frenó la continuidad de una comunicación tan necesaria para ambos pero que se prolongó en el cuidado amoroso que su hija le dedicó hasta el momento de su muerte, el mismo año que el nazismo aniquilaba en masa los avances intelectuales y científicos que la generación de las vanguardias históricas había alcanzado.


Publicado en diario Perfil, 27/9/2014

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