El prisionero
Los últimos días
del año 1794 es el tiempo en que se desarrolla esta novela, el del
desencanto post revolucionario, luego de que la guillotina clausurara
el juego político a sangre y filo. Un líder jacobino es enviado a
la cárcel de Maubeuge, una fortaleza inexpugnable donde la
diferencia entre cautivos y guardias resulta indiscernible, en la que
comparten los placeres de la alta cocina francesa con debates sobre
teología, filosofía de la historia, geometría no euclideana,
política y teoría del ajedrez.
Gran lector de la historia y de las
costumbres de Francia, su autor, conocido divulgador del arte del
buen comer y beber, despliega en esta novela su singular estilo
humorístico con un léxico trabajado por la ironía y el
refinamiento del rococó.
Extraña prisión sin cerrojos ni
guardias, que aloja al protagonista al cuidado de fogosas campesinas
y a un grupo de extravagantes reclusos como Jean de Baudrillard, el
“geómetra reversible”, un monárquico renegado, un teósofo
esotérico, un sacerdote jesuita adicto a las citas en latín, un
cantante lírico andrógino y libertino como el famoso marqués,
convertido en un rollizo edípico y confabulador, un ex alcalde
corrupto y obeso “por haber privilegiado el deleite por sobre la
estética”, forman parte de una trama de conspiraciones y muerte
que la partida final de ajedrez, con los jugadores con el rostro
oculto por capuchas, teatraliza.
La libertad, uno de los motores de la
Revolución Francesa, resulta ser, para el idealista jacobino, tan
reversible como el plano de la fortaleza, palabra que mejor expresa
el espíritu de un texto en el que los placeres de la carne conviven
con los del espíritu. Un verdadero maridaje, diría su autor.
Publicado en diario Perfil 30/6/13
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